FÉLIX OVEJERO-EL MUNDO

En 1962 George Wallace se presentó a las elecciones para gobernador de Alabama. En su programa se comprometía a no cumplir la sentencia de la Corte Suprema de 1956 que garantizaba a los estudiantes negros el derecho a cursar estudios universitarios. Obtuvo el 96% de los votos. Atendiendo a ese mandato democrático, el 11 de junio de 1963 se plantó en la puerta de la Universidad para impedir la entrada de Vivian Malone y James Hood. Nicholas Katzenbach, fiscal general adjunto de los Estados Unidos, que acompañaba a los estudiantes negros, solicitó la ayuda del presidente. Ese mismo día John F. Kennedy emitió la orden ejecutiva 11111, que ponía bajo su mando a la Guardia Nacional de Alabama, hasta ese momento a las órdenes de Wallace. El general al mando, Henry Graham, se dirigió al gobernador con las palabras debidas: «Señor, es mi triste deber pedirle que se retire a un lado bajo la autoridad del presidente de los Estados Unidos». El incidente quedó zanjado.

No pude evitar acordarme de lo sucedido entonces cuando escuché al presidente de Societat Civil Catalana, Fernando Sánchez Costa, regurgitar un argumento que los socialistas catalanes han masticado muchas veces: «no se puede decir no a dos millones de personas». Hace 56 años sí fue posible. Y funcionó. Repito: el 96% de los votos.

El problema no es el número. De hecho, la democracia consiste en decir no a muchos más que a dos millones. Ya se lo estamos diciendo a ese 21% de españoles contrarios al estado de las autonomías que con impecable deportividad democrática aceptan resignadamente que sus deseos no son mayoritarios. Seamos precisos con las cuentas, los conceptos y la democracia: si les dijéramos sí a los dos millones, le estaríamos diciendo no a ese 21% y también a quienes se muestran satisfechos con el actual Estado de las autonomías.

El argumento es una variante de otro –«son muchos pero no suficientes»– utilizado por los independentistas para saltarse la ley: los catalanes, en la medida que constituimos una minoría permanente, nunca podríamos conseguir mayorías parlamentarias suficientes para cambiar los marcos de decisión. Un argumento que, por más oropeles académicos de que se revista, choca con una evidencia indiscutible que lo inutiliza lógicamente: todos formamos parte de una minoría respecto a una potencial mayoría. Los catalanes no somos diferentes de los andaluces, los metalúrgicos o los ciclistas, que también son minorías permanentes, como lo serían, en una Cataluña independiente, los badaloneses, los filatélicos o los miopes.

Cada uno de nosotros forma parte de varias minorías a la vez pero eso no le impide que, como ciudadano, dotado de su plural identidad, tome decisiones con los demás en condiciones de igualdad. Cuando sus razones son justas, se materializan en leyes y el mundo mejora. Prueben a sustituir «catalanes» por «homosexuales» o «negros» y verán la pobreza del argumento que, si algo muestra, es la escasa confianza de quienes lo manejan en la posibilidad de respaldar con buenas razones sus exigencias. El matrimonio homosexual lo hemos aceptado porque, aunque afecta a pocos, nos ha parecido justo a todos.

Pero el argumento presenta otra arista incluso más indecente, la que ha servido a los socialistas catalanes para ponerse de perfil ante el nacionalismo y, al final, acabar defendiendo sus propuestas: «Hay una mayoría (un amplio consenso) en favor de la normalización (mayor autogobierno, lo que a ustedes le parezca) y nosotros no podemos ignorar esa realidad». Un amplio consenso que, naturalmente, se amplía todavía más cuando los socialistas se suman en nombre de ese desquiciado argumento. De hecho, si el argumento lo aceptamos todos, acabamos en la unanimidad. Y que, naturalmente, serviría para defender exactamente lo contrario: si el PSC se hubiera opuesto, por ejemplo, a la inmersión, el amplio consenso, sería otro. El argumento no demuestra nada, salvo el oportunismo de quien lo invoca, su falta de convicciones. Eso que ahora llamamos populismo. El argumento habría llevado a cogerse del brazo de Wallace e impedir la entrada en la universidad de los estudiantes negros. El mundo, entonces, seguiría como en 1963.