28-A: Diario de campaña

José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

No dijo nada nuevo. Pero reiteró con convencimiento todo lo que ha venido proclamando. Atizó sin piedad a Sánchez, pero le mostró a Casado la foto de Rato en el momento de su detención policial

La expresión ‘jabalí’ tiene en la política una larga tradición. Son jabalíes aquellos que, vivaces, inquietos y rápidos, entienden la dialéctica como un estilete. A Ortega y Gasset, con su verbo y oratoria, le sacaron de sus casillas en las Cortes constituyentes de la II República. Con ese perfil de cierta indomabilidad, Albert Rivera fue el que introdujo ayer en el debate en RTVE una mayor tensión argumental y el que confrontó con más convicción y ahínco. El presidente de Ciudadanos demostró una disposición peleona y la determinación de llegar —desafiando a las encuestas— hasta el borde mismo del 28-A poniendo toda la carne en el asador.

En rigor, Rivera no dijo nada nuevo. Pero reiteró con convencimiento y agresividad todo lo que ha venido proclamando. Atizó sin piedad a Sánchez, pero le mostró a Casado la foto de Rato en el momento de su detención policial. Un golpe en el hígado. Aprovechó ese estado de inmunidad que ofrece la falta de historia, o al menos de un pasado sin las cargas del PP y del PSOE, partidos con un amplio muestrario de éxitos y de fracasos. Ciudadanos, que también registra algunos zigzagueos, era el terreno central del juego político que se ha ido agostando y que ayer su líder quiso revitalizar con un aporte de energía argumental tironeando hacia el centro la opción que dirige. Y pudo hacerlo porque no estaba Abascal, esa ‘tercera derecha’ sentida pero no presente por mor de la Junta Electoral Central.

 Como el debate de ayer era la primera vuelta, veremos si Rivera mantiene hoy el ritmo, no desfallece y lo hace controlando sus expresiones, como ayer intentó con un éxito mayor que el de sus contrincantes. Porque Casado —con el que a veces hizo tándem y otras no tanto— demostró que sabe argumentar pero su partido está donde está por una crisis estructural que le costará años y esfuerzos superar. El debate de ayer del presidente del PP fue mejor que su campaña, pero cuando sacó bandera blanca ante las arremetidas de Rivera (“No soy su adversario”) brotó la debilidad encapsulada de las desventuras de los conservadores.

¿Qué decir del presidente del Gobierno y candidato socialista? Pareció hipotenso, como si continuase la campaña anterior al pandemónium de los debates. A ratos, Pedro Sánchez semejó estar ausente, fuera del partido, aferrado a un guion de gabinete. No se trataba de hacer afirmaciones nuevas ni de sacarse conejos de la chistera, sino de enfatizar sobre lo que ya se conocía, de dotar de emoción, ilusión y credibilidad a esos mensajes tan desvaídos —tan reversibles— con los que Sánchez quiere ganar unas elecciones que requerirían de él algunas respuestas que dejó en el aire. Estuvo el candidato del PSOE, sin sitio y sitiado —a su derecha, Casado, y a su izquierda, Rivera— y, en ocasiones, encorsetado. Reclamaba con cierta angustia un “detector de verdades”. Pero ese era su papel y no lo cumplió.

Iglesias no solo no le ayudó sino que en los momentos finales —esos olvidados destellos de ‘killer’ del líder morado— le dejó a Sánchez colgado de la brocha a propósito de las “cloacas del Estado”. Salvo en ese episodio, en todo el debate estuvo seráfico el secretario general de Podemos, y también profesoral y rabiosamente constitucionalista, leyendo, incluso, preceptos de la Carta Magna. No se corresponde esa adhesión a la Constitución con su afán constituyente, pero Iglesias no llevó ayer en su zurrón dialéctico demasiadas ideas sino reiteraciones —y admoniciones sobre cómo debía ser y no ser el debate— que le desdibujaron. Esa singularidad, subrayada por su preceptiva indumentaria, permanente salvo para acudir en esmoquin a los premios Goya, le hacía parecer ajeno a la discusión, marginal.

A saber si el debate de ayer —hoy queda otro— movió la aguja electoral a favor de estos o de aquellos. La combinación de imagen y palabra, de gesto y entonación, de énfasis y desmayo, de asentimiento o rechazo, compone un fresco vivísimo y realista del que muchos ciudadanos seguramente sacarán algunas conclusiones. El debate es un fogonazo, una impresión, una sensación. Y a la postre, un ejercicio de ecuanimidad, porque obliga a discernir quién lo abordó mejor, al margen de preferencias ideológicas. Esa es la función de los debates electorales.

Un Nixon que se negó a afeitarse y a maquillarse y que vistió inadecuadamente un traje gris plomizo perdió el primer debate televisivo de la historia con Kennedy. Fue el 26 de septiembre de 1960. Todavía —59 años después— los politólogos y comunicadores no terminan de ponerse de acuerdo sobre las causas de la derrota del republicano: si fue por su aspecto o por su argumento por lo que le venció el demócrata. Al firmante —con toda la buena fe— le pareció que Rivera estuvo en los estándares que miden los éxitos dialécticos porque acompañó la palabra, el gesto y la oportunidad mejor que sus tres compañeros. De todas maneras, que recuerde Rivera que si para Cesar no fueron favorables los idus de marzo, el ‘Quijote’ advierte de que “nunca segundas partes fueron buenas”.