Teodoro Leon Gross-El País

El sistema institucional ha sufrido, pero ha mostrado resistencia ante el populismo

España ha atravesado su momento populista. Al cabo los populismos, más que un fenómeno estructural, son un caldo de cultivo casi inevitable ante una crisis en la democracia de masas. Así lo defendieron ayer tan apasionada como brillantemente José Luis Villacañas y Manuel Arias Maldonado en la primera sesión del Festival de Filosofía de La Térmica (Málaga). El momento populista español se ha nutrido en efecto de una crisis devastadora con un desempleo elevado a vergüenza europea —a cuya denuncia no se resistía ni siquiera el Vaticano— y unas “élites extractivas” desacreditadas por la corrupción; contexto muy propicio para la lógica populista de impugnar a la casta. De ahí el éxito de Podemos y también del nacionalpopulismo independentista. El discurso del régimen en descomposición y el Espanya ens robase nutrían de ese clima favorable a sus intereses: “cuanto peor, mejor”.

  Ese contexto no era un relato ficticio construido por alquimistas del marketing. Había una crisis real y además una crisis de representación, que según Laclau es siempre determinante para el populismo. El Gobierno del PP, cuyos recortes percutían como hachazos en una sociedad cada vez más desigual, como delataban los indicadores comparativos, carecía de crédito moral por la acumulación de escándalos, con sus líderes atrincherados en la ciénaga. A eso se sumaba la desconfianza en un poder judicial siempre politizado. También un modelo de justicia social deficiente, con España a la cola en el Índice Europeo BS, sólo por delante de Grecia, Bulgaria y Rumanía. O la incapacidad institucional para generar cohesión territorial con el Senado o la Conferencia de Presidentes.

Y ese deterioro ha empeorado con el fiscal general reprobado; el escándalo de la policía patriótica, y además los errores del 1-O; y un Gobierno inactivo, de larguísimo en el mínimo histórico de proyectos de ley, parapetado en el decreto. Con el populismo en ebullición, todo esto debería haber provocado una gran catarsis reformista. Y sin embargo, no ha sucedido. Parece claro, al menos ahora, que populistas y nacionalpopulistas se han pasado de frenada, por el oportunismo de ir a por todas tratando de reventar el sistema. El gran error de los populismos es llevar un contexto real hasta un relato ficticio. 

El gran momento populista, así pues, parece que ha pasado. Desde luego ha causado destrozos, pero con un resultado fallido. Al final parece, como sostiene Lasalle, autor de Contra el populismo, que el sistema institucional ha sufrido, pero ha mostrado capacidad de resistencia. La democracia española ha terminado tirando de autoestima ante el aquelarre provocado por el populismo y el nacionalpopulismo; y hasta se apela orgullosamente a los rankings globales de la calidad democrática.

En definitiva, el llamado “régimen del 78”, que estaba débil, queda en deuda con Podemos e indepes. Eso sí, la paradoja colateral es que estos han salvado también su lado oscuro. El populismo y el nacionalpopulismo han contribuido a revitalizar a un presidente cuya dignidad está muy tocada por la corrupción y a tapar los agujeros negros de la injusticia social. Sus delirios han frustrado la oportunidad regeneracionista.