Santos Juliá-El País

La Iglesia no ha examinado su discurso de Cruzada contra la anti-España que pretendía arrasar a la nación católica

Entró, con todos los honores, en el lenguaje político español por impulso y de la mano del general que decidió “perpetuar la dimensión de nuestra Cruzada, los heroicos sacrificios que la Victoria encierra y la transcendencia que ha tenido para el futuro de España esta epopeya”, levantando unas “piedras que tuvieran la grandeza de los monumentos antiguos desafiando así al tiempo y al olvido”. A este fin respondía la elección de un lugar donde habría de erigirse “el templo grandioso de nuestros muertos”, los que cayeron en el camino de Dios y de la Patria, los héroes de la Cruzada, una finca de 1.377 hectáreas, 13 áreas y 28 centiáreas situada en las vertientes de la sierra de Guadarrama, y “conocida hasta hoy con el hombre de Cuelgamuros”, a la que en adelante se llamaría Valle de los Caídos.

De manera que desde el decreto de 1 de abril de 1940, mientras los vencedores celebraban el primer aniversario del fin de una devastadora guerra civil y se cumplía “el primer año de nuestra era imperial”, Cruzada y Victoria, héroes y mártires, Dios y Patria quedaron para siempre incorporados al mismo campo semántico que Valle de los Caídos, concebido desde el primer momento como lugar para “el culto eterno de nuestros mártires”, los caídos por la Causa de España o de la Patria, con su basílica, monasterio y cuarteles para las Juventudes, rematado el conjunto monumental por una “gran cruz gigantesca”.

Pasado el tiempo y cercano el día de la inauguración oficial del complejo de edificios del que desapareció el cuartel para las Juventudes, sustituido por una hospedería, la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, creada por decreto-ley de 23 de agosto de 1957, añadió al sagrado deber de “honrar a nuestros héroes y a nuestros mártires, el sentimiento de perdón que impone el mensaje evangélico”. Los vencedores perdonaban a los vencidos, convirtiendo así el Valle en un “Monumento a todos los Caídos”, vano propósito, conculcado a cuando se atribuía de inmediato a la Gloriosa Orden de San Benito el encargo de cumplir con los fines de esa nueva fundación rogando a Dios “por las almas de los muertos en la Cruzada Nacional”. Naturalmente, el general Franco, jefe del Estado, jefe del Movimiento Nacional y caudillo de España, actuó de nuevo como enviado de Dios, según costumbre establecida para su persona en el culto eclesiástico, con un discurso inaugural en el que repitió la única significación posible de aquel lugar: “Nuestra guerra no fue una contienda civil más sino una verdadera Cruzada”.

La Iglesia católica nunca ha sometido a examen ni ha procedido a revisar su discurso de Cruzada contra la anti-España que pretendía arrasar a la nación católica. Y aunque el lenguaje que resignificó la rebelión militar de julio de 1936 sacralizándola como guerra santa, como cruzada por Dios, por la Patria y por la civilización cristiana, fue cayendo en desuso, todavía en diciembre de 1975, el cardenal Tarancón se dirigió a la Conferencia Episcopal, reunida en su ­XXIII asamblea, y recordó la larga etapa iniciada por un “hecho histórico trascendental, la guerra o Cruzada de 1936”, para reafirmar luego que “la jerarquía eclesiástica no puso artificialmente el nombre de Cruzada a la llamada guerra de Liberación”, y evocar la carta colectiva dirigida a sus hermanos de todo el mundo por el episcopado en plena Guerra Civil. Cuarenta años después, el episcopado español, dijo Taracón, no quería “romper con nuestros predecesores ni con la Iglesia española de 1937”.

Pues bien, pasados otros 40 años, va siendo hora de que quieran. Y una manera algo más que simbólica de romper con aquel lenguaje de guerra santa es reconocer la parte sustancial de culpa que a la jerarquía de la Iglesia católica corresponde en las guerras civiles que devastaron el solar de esa patria, que tanto dice amar, durante el largo siglo que se extiende de 1833 a 1939, y en la violencia desatada contra “los rojos”, a los que perdonaba ante el pelotón de fusilamiento, nunca devolviéndoles la ciudadanía que la Cruzada les había arrebatado.

Si lo hicieran, comprobarían que, para el Valle de los Caídos, ninguna nueva resignificación es posible más que la de un lugar en ruina, moral y material, como la idea misma a la que sirvió de símbolo, la de España Nación Católica en la hora de su triunfo contra “la anti-España vencida y derrotada”.