SANTIAGO GONZÁLEZ-EL MUNDO

El fiasco en que se ha resuelto la investidura para la Presidencia de La Rioja de la socialista Concha Andreu por el voto negativo de Raquel Romero, la única diputada de Podemos es un primer aviso de Pablo Iglesias a Pedro Sánchez. El presidente en funciones y candidato a la Presidencia del Gobierno se había mosqueado por la triquiñuela del secretario general de Podemos de someter a consulta de las bases la forma de Gobierno que debía regir los destinos de España. Pablo consideraba, no sin razón, que Unidas Podemos era una condición necesaria para la investidura de Pedro, aunque no suficiente, no se puede tener todo y que ese detalle era una razón para que el aspirante a presidente negociara las condiciones, ofreciese un do ut des, en fin, un detalle para compensar el voto favorable.

Las mañas de Pedro Sánchez no son privativas de la vieja política; lo más sorprendente de los partidos emergentes que habían venido para poner remedio a los vicios del bipartidismo es que les han copiado con fruición. Nunca se había visto en los partidos mayoritarios una pretensión de poder tan poco sustentada por los votos; me refiero a la presidencia de Melilla para el único escaño obtenido por Ciudadanos, el de Eduardo de Castro. La diputada riojana de Podemos, Raquel Romero, pretendía obtener tres consejerías a cambio de su solitario voto para investir a Concha Andreu. Se vienen arriba y es lo que pasa.

Todo hace pensar que la investidura de Sánchez va a resolverse en fracaso. La vicepresidenta Carmen Calvo ha calificado de «curiosa» la manera de entender la democracia de Podemos, al tumbar la investidura de su colega con un solo voto. Así son las cosas, aunque a la vice no le quepa en la cabeza, aunque considere la pobre mujer que el feminismo es un invento y patrimonio de las socialistas, que para eso se lo han currado y lo explicase con ese lenguaje choni que ha debido de copiar del título de aquella película de hace veinte años o más, Perdona, bonita, pero Lucas me quería a mí.

Creo yo que la forma de razonar (o así) de Carmen Calvo no guarda un correlato estricto con la realidad. Tengo ante mí una foto de noviembre de 1982, en la que Felipe González posa en las escaleras de La Moncloa con los 16 varones que componían su primer gobierno. Leopoldo Calvo Sotelo había nombrado ministra de Cultura a Soledad Becerril en diciembre de 1981. Aznar había nombrado ministras a cuatro mujeres en 1993. La primera presidenta del Congreso fue la diputada Luisa Fernanda de Rudi y la primera presidenta del Senado, Esperanza Aguirre. Así fueron las cosas por mucho que le disgusten a Carmen Calvo, la única mujer que prefiere la promoción de las mujeres mediante cuotas que por sus propios méritos.

La primera general del Ejército, Patricia Ortega, ha puesto en su sitio a la pobre vicepresidenta: «El mismo valor tiene que yo haya llegado aquí, que cualquier hombre haya llegado hasta aquí». Otro tanto podría decir Rosa García-Malea la primera mujer piloto de aviones de combate de su promoción en San Javier, la número uno de su promoción. Y tantas jueces, catedráticas y profesionales que compitieron y ganaron entre sus iguales varones. Calvo no debería generalizar su caso.