José Luis Zubizarreta-El Correo

Resulta entre ridículo y vergonzoso que, a estas alturas de la negociación, si de negociación puede hablarse, haya quien se pregunte si se producirá la sorpresa de última hora que evite la convocatoria de elecciones. Como, si se diera, sería causa de alivio y no nos encontraríamos, más bien, con un gobierno aceptado de mala gana por sus integrantes, que no sería mejor que la repetición electoral. Pero, sea esto como fuere, me niego a entrar en este juego de sorpresas y apuestas con el que los negociadores tratan de que llenemos el vacío hasta llegar al final de un proceso cuyo desenlace, me temo, está escrito de antemano. Y, aunque a algunos les parezca que cambio lo malo por lo peor, prefiero volver la mirada a ese otro asunto que esta farsa de negociación ha ocultado y que la Diada del pasado miércoles ha vuelto a poner de actualidad.

Ni los propios organizadores de la manifestación de la fiesta nacional de Cataluña podrán ocultar que la de este año no ha sido una más de las que han venido celebrándose desde que el soberanismo se apropió de ellas, mutándolas de compartidas en sectarias. No me refiero sólo a lo cuantitativo. Tampoco el espíritu fue el mismo. Más que la exhibición de fuerza hacia el exterior en que habían consistido las de los últimos siete años, la del miércoles fue una llamada a quienes allí estaban reunidos para que recuperaran la unidad y la ilusión perdidas. El liderazgo había cambiado de mano. Ahora era la sociedad civil la que exigía a sus políticos que se mantuvieran a la altura del entusiasmo con que en su día la habían convocado y movilizado.

Se vio además que la espera ante la inminente sentencia del TS sobre los presos ha desplazado la esperanza de una incierta independencia. El destino de los encausados, más que la expectativa de la plena soberanía, se ha erigido en el último y más eficaz recurso con el que recuperar la ilusión. La incertidumbre del objetivo final pretende así paliarse con el revulsivo de una sentencia que, sea cual fuere su fallo, contribuirá a mantener vivo el rescoldo de una esperanza que pierde vigor y fulgor a medida que se topa con la realidad. De cómo se gestione ese recurso dependerá el futuro de la menguante esperanza.

Pero su éxito o su fracaso no está sólo en manos de quienes lo utilizan. También la otra parte, el llamado constitucionalismo, tiene mucho que decir. Y no es a este respecto de transcendental importancia que el Gobierno esté o no en funciones cuando se emita la sentencia. Siempre estará capacitado para actuar a los efectos oportunos. El problema está, más bien, en la actitud desmesurada que, en este asunto, está mostrando, sobre todo, la actual oposición y que ayuda más a exacerbar los ánimos que a reconducirlos hacia la sensatez. Y es que, estando claro dónde residen en cada caso las responsabilidades por los actos cometidos, éstas pueden volverse confusas y verse trastocadas a causa de las actitudes que hacia ellas adopten terceros en discordia. Así ha ocurrido a lo largo de todo el proceso catalán. La desmesura del exterior no sólo no le ha ido en ocasiones a la zaga a la del interior, sino que, además, ha contribuido a reforzarla y hasta a justificarla.

Pero, pecar, se peca tanto por exceso como por defecto. Y la condescendencia tiene los mismos efectos perversos que la animadversión. Se ha asumido, por ejemplo, desde el flanco progresista, que la sentencia del TC de 2010 sobre el Estatut fue la causa principal del actual conflicto catalán, cuando, más que la sentencia, fue el modo absolutamente exagerado y ligero de leerla lo que dio pie a las reacciones negativas que hoy deploramos. Con la misma exagerada ligereza podría ahora asumirse que la eventual severidad de la sentencia del TS sería la causante de la más que previsible reacción desmesurada de los independentistas. El modo de interpretar y afrontar los hechos se sobrepondría a los hechos mismos. Y, así como no fue la sentencia del TC, sino su exagerada lectura y explicación, lo que encendió la llama, podría resultar que el modo en que ahora se lea y razone la del TS contribuyera, en vez de a mitigarla, a avivarla. La gravedad de los hechos juzgados se vería minimizada, en detrimento del Estado de Derecho, por la excesiva condescendencia para con los eventuales condenados. Se olvidaría que el arreglo, si viene, vendrá de la honradez y el rigor con que cada uno asuma su respectiva responsabilidad sobre los hechos.