Mikel Buesa-Libertad Digital

El protagonismo que ha adquirido Pablo Iglesias en la conducción de la política española, centrada ahora sobre la negociación presupuestaria, abre una nueva e inesperada etapa en el programa revolucionario de Podemos. Ya no se trata de asaltar los cielos, como si el poder pudiera adquirirse en un hipotético Palacio de Invierno, sino de hacer tributarios de la formación morada a los dos Gobiernos –el de España y el de Cataluña– que a día de hoy polarizan la política nacional. Y la oportunidad no se ha hecho esperar, pues en ambos casos la continuidad de quienes los ocupan –el doctor Sánchez y el sustituto Torra– depende crucialmente de la aprobación de sus respectivos Presupuestos. Podemos ha entendido esto con claridad y se ha dispuesto a prestar su apoyo para sacar adelante las respectivas cuentas, no sin antes imponer en toda su extensión sus propias pretensiones. Ahora, la tarea inmediata es darles viabilidad parlamentaria, en lo que curiosamente ambos proyectos presupuestarios –y los Gobiernos que formalmente los presentan– convergen, necesitándose mutuamente para juntar los votos necesarios con los que lograr una mayoría. Y para ello está Iglesias como gran muñidor de los respectivos acuerdos, secundado en Cataluña por Ada Colau y sus comunes.

Es muy pronto para saber qué se derivará de todo esto, y si de las gestiones inmediatas de Iglesias con Oriol Junqueras podrá desprenderse una clarificación del asunto que garantice unos cuantos meses a la legislatura. Está, por otra parte, la posibilidad reclamada por Ciudadanos y posiblemente secundada por el PP de que se pueda bloquear el debate presupuestario en el Congreso, lo que sin duda abrirá una crisis de dimensiones constitucionales. Y queda también por saber cuál será la disposición de la Comisión Europea frente al borrador presupuestario presentado en Bruselas.

Pero de lo que ya se tiene suficiente evidencia es de que Podemos ha dejado su impronta en los papeles gubernamentales y de que su influencia no ha sido menor. El caso más avanzado es el de los Presupuestos estatales, donde compiten dos concepciones cuya compatibilidad se impone políticamente, aunque difícilmente cuadren entre sí desde un punto de vista económico. Una es la socialdemócrata que aún inspira al Partido Socialista, aunque su plasmación esté tamizada por la dependencia que el proyecto de Sánchez guarda con su precedente del PP, al que está atado por la Ley de Estabilidad Presupuestaria. La otra es la que podríamos designar como economía del lumpemproletariado, con la que Podemos defiende a un electorado que ha identificado con las capas depauperadas de la sociedad, relativamente marginadas del mercado de trabajo y que, como señaló Marx en El 18 de Brumario de Luís Bonaparte, «sienten la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora». Y aunque ambas sean de apariencia redistributiva, la una está constreñida por el mantenimiento de las bases productivas del sistema económico –del capitalismo, en definitiva–, mientras que la otra desborda claramente éstas, pues opera, precisamente, para destruir el sistema capitalista.

 

En eso estamos, tanto en el plano político como en el económico. Podemos se encuentra a la espera del momento revolucionario; es decir, de la coyuntura en la que el caos en el que se va sumiendo el gobierno de España –con el frente de Cataluña amenazando con la ruptura definitiva y con una manifiesta incapacidad para ni siquiera formular un proyecto político estable– haga imprescindible su concurso a los ojos de una mayoría suficiente de electores. Entonces, Iglesias no será ya un pseudo-vicepresidente en la sombra, muñidor de acuerdos coyunturales, sino un protodictador a la espera de ser encumbrado en la dirección del Estado.