Miquel Giménez-Vozpópuli  

Las hogueras que han encendido los políticos esta verbena son más rugientes que nunca. Acostumbran a quemar demasiadas cosas. Este año ha sido mucho peor: han quemado el constitucionalismo.

La tradición quiere que, en el solsticio de verano, se arrojen al fuego purificador aquellos enseres que ya no nos son útiles. Cuando los de mi generación, ayunos de corrección política y otras bastardías del alma, correteábamos por las calles de mi Poble Sec infantil pidiendo bien una silla rota, bien unas maderas inservibles o bien aquellos cartones que ya no hacía falta llevar al trapero para conseguir unos céntimos con los que comprar el pan, nos considerábamos héroes intrépidos. La hoguera de San Juan, cantada magistralmente por Serrat, era una fiesta popular en la que vecinos y familias se juntaban para tirar piules, bombetes, corre-cames y compartir la tradicional coca y el champán, que aún no se sabía cava.

Quemaba todo en cruces de calles sin asfaltar, con adoquines gruesos como chuscos, entre gritos de gozo y avisos conminatorios de no acercarnos demasiado por parte de nuestras madres, prestas siempre con cubos de agua para evitar alguna tragedia. Eran hogueras inocentes, sin mayor objetivo que contemplar el atávico espectáculo de las llamas rojizas ascender hasta aquel cielo nocturno de una Barcelona que no volverá jamás. Ahora, todo ha pasado y las verbenas tienen un tono de separatismo marcadísimo, empezando con la monserga de traer desde el Canigó una llama que ha de encender toda hoguera que se considera respetablemente catalana.

Entre las cosas que la clase política ha ido arrojando a la hoguera a lo largo de décadas, y no han sido pocas, este año han lanzado al fuego el constitucionalismo

Entre las cosas que la clase política ha ido arrojando a la hoguera a lo largo de décadas, y no han sido pocas, este año han lanzado al fuego el constitucionalismo. En Cataluña se vive un repliegue de todo lo que pareció iniciarse con Ciudadanos y que tomó cuerpo y sustancia con las manifestaciones convocadas por Societat Civil Catalana. Observamos impotentes como la Resistencia es cada día un poco más pequeña, más estrecha, más atomizada por culpa de mezquinos intereses personales, egoísmos incomprensibles y turbios intereses políticos.

El socialismo catalán, adalid de la mediocridad y de la más rotunda voluntad de convertirse en el PRI, ha sabido resucitar de una tumba histórica y electoral que parecía cerrada a cal y canto; otro sí podemos decir del espíritu convergente, tan perjudicial como el anterior. Ambos se precisan como el día y la noche, pues son hijos de las trescientas familias que han dominado siempre la vida, la economía y la política catalana. La sociovergencia tiene ahora más puntos que nunca, y ahí tienen, por vía de ejemplo, los acuerdos en veintitrés ayuntamientos de Cataluña entre el PSC y Junts per Catalunya, siendo esta última la formación que, entre todas, ha llegado a más acuerdos con los de Iceta en el mapa territorial catalán. No olvidemos que JxC es la formación de Puigdemont, de Torra, de Artur Mas que ya prepara su aterrizaje en política el próximo febrero cuando finalice su inhabilitación.

Son las tesis que defienden Iceta y Sánchez: indultos, aceptar resultados de un referéndum pactado, libertad provisional para los presos

Decía el otro día en TV3 Pere Pugués, uno de los fundadores de la ANC, que se habían cometido errores de cálculo y que, sin renunciar a la independencia, había que hacer las cosas de otra manera. Lo mismo que Mas en una entrevista en Catalunya Ràdio este viernes. Son las tesis que defienden Iceta y Sánchez: indultos, aceptar resultados de un referéndum pactado, libertad provisional para los presos. Se trata de volver a la casilla de salida sin que nadie de los culpables tenga que pagar los platos que ellos y solo ellos rompieron. El precio de esa vuelta a una normalidad que jamás fue es silenciar a quienes gritaron que ya estaba bien. Sobran. Fueron – fuimos – útiles durante cierto tiempo, pero ahora llega el momento en que los dinamiteros de la igualdad entre todos los españoles se hagan con las riendas del compadreo, de los metros cuadrados de despacho, del reparto de prebendas. Volvamos todos al catalanismo, dicen, como si de aquel polvo no viniese este lodo.

Miro las hogueras que arden en mi patria chica y siento una tremenda congoja al contemplar que quienes las alimentan son unos pirómanos profesionales y no aquellos chavales que, como servidor, pensaban que el fuego servía para calentar cuerpos y espíritus. Por el contrario, los de ahora solo saben helar el alma. Siento decirlo, pero esto no tiene remedio.