A tiro limpio

ABC 14/06/17
DAVID GISTAU

· Primera vez Rajoy trató a Iglesias como a un adversario directo

Después de dos horas de regañina, Irene Montero dijo de repente: «Voy a ir acabando». Fue posible escuchar entonces un grito de alivio que brotó de forma espontánea de los cronistas que atendían a la intervención por imperativo profesional más que por placer. Algunos de ellos habían ido saliendo de la tribuna del Hemiciclo afectados por el tiroteo, como soldados enviados a segunda línea a descansar. Les temblaban las manos del cigarro, pedían agua, querían volver a casa. En realidad, Irene Montero, de haber tenido un sentido del tiempo más clemente, podría haber retratado bien el perfil corrupto del PP con esa antología de opiniones inflamadas vertidas en el Comité de Salud Pública de la Sexta –el Père Duchesne de Ferreras– que constituyó la parte vertebral de su intervención. Su enumeración de las operaciones anticorrupción abiertas fue en ese sentido eficaz. Pero sometió a los presentes a una prueba de resistencia excesiva, inhumana. Y además exageró las hipérboles de la suposición de pureza de Podemos cuando asoció su partido a hitos históricos de los derechos civiles como Rosa Parks. Ese narcisismo redentor de Podemos, ese verse como los «desfacedores de entuertos» mesiánicos de nuestro tiempo –además de como los verdugos a lo Robespierre–, es la embriaguez mental por la que se vuelve autoparódico. Montero terminó citando al Machado de la España que muere y la otra que bosteza. Nos había dejado colocados en la que bosteza pero, con sólo cinco minutos más de discurso, habríamos sido transferidos directamente a la que muere.

Rajoy se levantó para intervenir cuando nadie lo esperaba y ello fue un aliciente ínfimo para espectadores muy aplanados por el aburrimiento. Fue duro, sarcástico y menospreció la moción definiéndola como una herramienta más de agitación de Podemos, un partido que necesita crear percepciones desastrosas para ser reclamado como sanador. Lo significativo fue que, en ausencia del PSOE, la sesión matinal dejó el país bosquejado en una división bipolar en que las partes antagónicas se aferran a un relato incompatible con el otro, cada uno de los cuales describe un país distinto. El de Podemos es una zona catastrófica que reclama una revolución y se la ha encomendado a Pablo Iglesias en su trenecito de la estación de Finlandia. El del PP es el mejor de los mundos posibles, y hasta la corrupción es un desvío mínimo de algunos tunantes que ya fueron aislados y puestos a buen recaudo. La inteligencia no puede congraciarse ni con una visión ni con la otra, sólo puede lamentar que España haya quedado reducida a la disyuntiva esbozada por la discusión entre Rajoy y Podemos. Sólo una irrupción del PSOE como tercer personaje podría alterar este cerrojazo argumental, pero eso es esperar demasiado. Los clichés demagógicos de Podemos quedaron delatados por Pablo Iglesias: su búsqueda de una culpa dinástica del PP –un mismo monstruo lampedusiano agazapado entre nosotros desde el XIX–, su rencor social que declara culpable hasta al deporte del golf, su aversión a lo burgués, su proyecto distópico en el que «democracia popular» es eufemismo de «dictadura del proletariado». Contra Iglesias, Rajoy estuvo más destructor que nunca. Hubo un tiempo en que Iglesias le hacía gracia y lo trataba con displicencia, como al sobrino atorrante cuyo gamberrismo tiene cura. En realidad, a Rajoy le encantaba la existencia de Iglesias porque partía en dos la izquierda y robaba al PSOE su ecosistema. Ayer lo trató, tal vez por primera vez, como a un adversario directo al que había que aplastar ahí mismo aprovechando que se había puesto a tiro con una moción autolesiva.