El autor explica que el uso del avión presidencial es ‘peccata minuta’ en comparación conel torrente de nombramientos de altos cargos del Gobierno entre los acólitos sin atender a un criterio mínimo de razonabilidad.

EL PODER público tiene una fuente, la soberanía nacional (artículo 1.2 Constitución), se ejerce conforme a la Ley (art. 9 CE) y sirve a un objetivo: el interés general (art. 103 CE). Así debería ser. Sin embargo, el poder puede ser ilegal, arbitrario y abusivo; en pocas ocasiones estas tres características se suman, fruto de una concepción (política) que admite su servicio a los intereses particulares del gobernante y a los de su partido. La utilización por el presidente Pedro Sánchez del avión oficial para asistir a un concierto del Festival de Benicàssim es la muestra más descarnada, pero no la más relevante. Siguiendo la tradición del bipartidismo, el Gobierno está procediendo al nombramiento de altos cargos entre los acólitos sin atender a un criterio mínimo de razonabilidad: reunir los méritos y la experiencia adecuados a las tareas a desempeñar.

Desde la toma de posesión de Sánchez, el Boletín Oficial del Estado (BOE) ha publicado el nombramiento de más de 275 altos cargos. A éstos habría que añadir los que no se publican en el BOE, como los presidentes y directores de entidades y de empresas del denominado sector público empresarial que son designados, siguiendo las indicaciones del Gobierno, por sus propios órganos de dirección. La relevancia de estos nombramientos es incuestionable. El daño que puede hacer, por ejemplo, el Director General del Libro, no es equivalente al de la mala elección de un presidente de una sociedad que factura miles de millones y cuenta con miles de empleados. Sólo las empresas del grupo Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI) facturan casi 4.000 millones y cuentan con 73.000 empleados; Correos, una de las integrantes del grupo, factura más de 1.600 millones y tiene 50.000 empleados.

Según el Inventario de Entes del Sector Público Estatal, dependen de la Administración General del Estado, en el denominado sector público empresarial, 144 sociedades y 13 entidades públicas empresariales. Si nos centramos de forma concreta en los nombramientos más escandalosos, por ejemplo, en las empresas de la SEPI, los nuevos presidentes de Correos, Navantia, Enusa, Saeca, Cetarsa, entre otros, no cuentan, según los currículos facilitados, con méritos y experiencia relacionados con la actividad de la empresa. No parece razonable pasar de jefe de gabinete del secretario general del PSOE a la presidencia de la más importante empresa española de transporte de correspondencia y mensajería; de los incendios forestales a la construcción de buques; de la vocalía de una fundación municipal (además investigada por irregularidades) al combustible nuclear; de la formación marítima a los seguros agrarios; de la cooperación al desarrollo al tabaco… Y no son los únicos casos. Entre las entidades públicas empresariales, el nuevo presidente de Paradores sólo puede mostrar su experiencia política, como el de Seacsa (promoción cultural); y el de Sasemar (salvamento marítimo), siendo generosos, con el transporte terrestre.

Con todo, lo más sobresaliente no es la ausencia de formación y experiencia en el sector de actividad; sino en la gestión empresarial. Probablemente, no han visto un balance en su vida. Con este requisito en la mano, la lista podría incrementarse sustancialmente. Tener conocimiento en el ámbito correspondiente, no los convierte en unos gestores competentes.

No pongo en duda la cualificación de los nombrados; pero falta la única realmente relevante: la adecuada al puesto para el que han sido escogidos. Todos o casi todos tienen en común el mérito político. Se ha calculado que el 44% de la Ejecutiva federal del PSOE ha sido nombrado para ocupar cargos en la Administración. El mérito político conduce a resultados como pasar de movimientos sociales al salvamento marítimo (Sasemar).

La Ley exige que «el nombramiento de los altos cargos se hará entre personas idóneas… Son idóneos quienes reúnen honorabilidad y la debida formación y experiencia en la materia, en función del cargo que vayan a desempeñar» (art. 2 Ley 3/2015, reguladora del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado). Y se añade, «en la valoración de la formación se tendrán en cuenta los conocimientos académicos adquiridos y en la valoración de la experiencia se prestará especial atención a la naturaleza, complejidad y nivel de responsabilidad de los puestos desempeñados, que guarden relación con el contenido y funciones del puesto para el que se le nombra».

No es una regla perfecta porque falla la pieza esencial: un controlador adecuado, o sea, independiente. El citado artículo dispone que «la idoneidad será apreciada tanto por quien propone como por quien nombra al alto cargo». O sea, quienes proponen y nombran son los que asumen la tarea de verificar el cumplimiento del requisito de idoneidad. Y, en caso de falseamiento o incumplimiento, se considerará infracción muy grave. En tal caso, ¿quién sanciona? El Consejo de Ministros, o sea, el órgano en el que se sientan el presidente y los ministros responsables, en última instancia, de lo que sucede. Al final, sólo podrá corregirse en vía judicial. Otra vez más son los tribunales la última trinchera del Estado de derecho. No tendría que ser así. Debería existir un procedimiento previo de verificación para impedir, al menos, los casos más escandalosos.

Es otro rasgo, lamentable, del bipartidismo. Se alcanza el poder reclamando «regeneración» hasta que se cruza el umbral de La Moncloa. Una vez instalado, vence el impulso de premiar, con los cargos públicos (y sus sueldos, algunos importantes), a los fieles. El poder y sus prebendas son convertidas en patrimonio, cual botín, que repartir.

La falta de idoneidad es causa de mala gestión, la cual ocasiona importantes pérdidas. El sector público es ineficiente porque está en manos de incompetentes; y lo está porque la formación y la experiencia de los directivos designados no son valoradas según las necesidades del puesto a ocupar. No es un problema, sólo, de gestión, sino de gestores. Y la raíz está en la discrecionalidad, sin control, que se les ofrece a los políticos para nombrar a sus acólitos, con desprecio a los ciudadanos.

LAS CONSECUENCIAS van más allá de las meramente económicas. M. Ignatieff, en su último libro (Virtudes cotidianas. El orden moral en un mundo dividido) afirma que «el objetivo de una sociedad liberal [como la nuestra] es crear leyes e instituciones que hagan que la virtud sea cotidiana»: buenas instituciones y buenas virtudes, el círculo virtuoso del progreso. Las malas instituciones, en cambio, desalientan el comportamiento virtuoso de los ciudadanos, lo que alimenta, en un proceso sin fin, los peores defectos de los gobernantes como la inclinación al abuso. Lord Acton proclamaba que todo poder tiende a corromper y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Son las instituciones las que evitan que se cumpla la Ley de hierro de la oligarquía; la que arrastra, también, a los ciudadanos. Porque «la virtud cotidiana en la vida privada depende de unas instituciones públicas fiables» (Ignatieff).

La ilegalidad, la arbitrariedad y el abuso del poder quiebran la legitimidad, la confianza y la seguridad en las instituciones; el marco que hace posible la convivencia conforme a las aspiraciones de la libertad. Los políticos, con comportamientos como el aquí expuesto, creen que su conducta cínica e hipócrita, basada en la mentira, no tiene castigo. En el fondo piensan que los ciudadanos, en las mismas circunstancias, harían lo mismo. El cinismo y la hipocresía de unos alienta el de los otros. Se rompe el círculo virtuoso; se va socavando la legitimidad de nuestras instituciones y también la de nuestro modo de convivencia.

El griterío «regenerador» en la oposición, el silencio en el Gobierno; el reparto del botín, sin complejos y sin remordimiento, van resquebrajando la lucha contra la corrupción («todos son iguales») y la defensa de la igual dignidad de todos los españoles. El desprecio hacia el ciudadano es devuelto con desprecio a la Política, a los políticos y a las instituciones. El cinismo y la hipocresía se convierten en ilegitimidad de las instituciones; si se empeñan en tratar a los ciudadanos como niños a los que se puede engañar, éstos, a su vez, los tratarán como niños. Y esta infantilización de la democracia sólo beneficia a los corruptos, a los oportunistas y a los golpistas secesionistas.

Andrés Betancor es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Pompeu Fabra.