LUIS HARANBURU ALTUNA-EL CORREO

Hay adicciones como la afición al fútbol, a la comida, al sexo, al juego, al tabaco, al whisky o al tinto de ‘Rioja’ que se pueden satisfacer en la intimidad, pero existen otro tipo de adicciones que solo cabe saciarlas en la plaza pública y que afectan a terceros Por ejemplo, la adicción al poder. El poder siempre se ejercita sobre alguien y es ahí donde está el problema. El hecho de querer mandar y dominar es un impulso natural de los humanos, pero existen ciudadanos que anteponen su éxito personal al bienestar y a la felicidad de sus conciudadanos o incluso a la estabilidad de un país.

Pedro Sánchez es un líder carismático que ha convertido al viejo PSOE en un partido a la medida de su ambición personal. El dirigente socialista es un adicto al poder y esta característica de su personalidad tiene una trascendencia que determina a la actual situación de bloqueo institucional y democrático. La historia, a veces, no es el resultado de determinadas condiciones económicas, culturales o ambientales sino que viene condicionada por la personalidad de los agentes históricos. Pedro Sánchez tiene hechuras de líder y durante algo más de un año nos ha sorprendido por su capacidad de durar y enfrentarse a las dificultades. Posee una gran ambición y actúa persuadido de su personal carisma. Su autoestima es alta y las derrotas pasadas son, tan solo, el resentido combustible que pone alas a su ansia de poder. Tiene adicción por el poder. A poder ser, absoluto. Es por ello que no asume el compartirlo.

En un momento de su último intento de investidura el secretario general de los socialistas espetó al líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias, que «si usted me obliga a elegir entre ser presidente del Gobierno o bien optar por mis convicciones, yo no tengo ninguna duda, elijo mis convicciones, elijo proteger a España». El problema reside en que entre las convicciones del presidente la primera de todas ellas consiste en que piensa que es él, y solo él, quien está destinado a encabezar el destino de España. Todo lo que no sea el ejercicio del poder es accidental para Sánchez y los principios decaen a la hora de alcanzarlo.

Lo demostró cuando ganó su famosa moción de censura contra el popular Mariano Rajoy con el apoyo sindicado de todos los que se oponen al marco constitucional que ha hecho posible nuestra democracia. Aquel día, los principios de los que el socialismo español había hecho gala desde la Transición quedaron en suspenso y emergió eso que se ha dado en llamar ‘sanchismo’, y que consiste en una adhesión inquebrantable al líder carismático, aunque este sea capaz de hacer tabla rasa de los principios que regularon el socialismo español durante la Transición y los mejores años de su partido en este país.

En la cartografía de los quince meses durante los que Pedro Sánchez ha ejercido el poder, destaca su obsesión por los gestos y actitudes encaminadas a ensalzar su persona. El asesor Iván Redondo ha construido un personaje a la medida del drama que ejecuta nuestro presidente en gestiones. La hipérbole de los aviones, helicópteros, usos palaciegos y demás enseñas de poder ha estado, resueltamente, al servicio de la mayor gloria del personaje.

La obsesión por el encuentro con los líderes mundiales casi con la única finalidad de lograr la instantánea oportuna, así como su abusiva presencia en los telediarios públicos han estado presididos por el afán de crear una imagen brillante y convincente de su talla de estadista. La parafernalia del poder, sin embargo, no ha sido capaz de ocultar la inanidad de sus escasos logros políticos, aun a pesar de los famosos ‘viernes sociales’, ejecutados a cuenta de nuestra ya excesiva deuda pública.

Pedro Sánchez ganó la moción de censura contra Mariano Rajoy con la promesa de una rápida convocatoria de elecciones generales. Sin embargo, muy pronto quedó en evidencia su apego al poder y la nula voluntad de apearse del mismo. Se ha erigido en un virtuoso de la supervivencia de la duración en el poder, aún a expensas de la estabilidad institucional y de la salud democrática de España. Lleva seis meses sin someterse al control del Parlamento, y el Congreso y el Senado están en paro, mientras Sánchez alarga y juega con los tiempos institucionales sin pudor. Ha aplazado las conversaciones encaminadas a la formación del Gobierno, buscando la instantánea de su aparición en Biarritz en compañía de los líderes mundiales que acudían a la cumbre del G-7. Poco importa que solo haya comparecido como un invitado de cortesía. Lo importante era figurar y afianzar su imagen superlativa.

Unos y otros acusan a Sánchez del bloqueo y la parálisis que padece la política española. Pero nada es menos cierto. Los auténticos culpables somos los españoles, que somos incapaces de valorar nuestra suerte al tener un presidente como él. Aunque sea en funciones. Pedro Sánchez no es un líder cualquiera. Es el campeón del progresismo, además de un gran estadista que hoy desayuna con Angela Merkel, para luego comer con Donald Trump y cenar con el británico Boris Johnson. Su agenda está tan rebosante de reuniones con ONG, asociaciones progresistas y líderes mundiales que no le queda tiempo para lograr una mayoría de Gobierno. Con razón dice el presidente que se le deje seguir gobernando en solitario. Por ser quien es.

La adicción al poder se convierte en tóxica cuando impide el razonable discernimiento.