Agrupémonos todos

DAVID GISTAU-EL MUNDO

Hace tiempo, las legislaturas servían, igual que los mundiales de fútbol, como unidad de medida del paso del tiempo. Eran tan largas que permitían hacer el juego comparativo del antes y el después de presidentes que encanecían por duraderos –o se teñían por lo mismo–. Las investiduras, así como la ceremonia de la apertura de las Cortes, tenían trascendencia y liturgia porque sucedían pocas veces e importaban.

Ahora abrasamos las legislaturas una detrás de otra, los ciclos mueren antes de arrancar y el Parlamento es un lugar melancólico, atascado, en el que mucha gente grita durante unos instantes antes de desaparecer sin dejar impronta alguna. No nos dan tiempo ni para aprendernos dónde se sientan los diputados. Hay tantas consultas al Rey que el hombre terminará dando consejos matrimoniales y existenciales a políticos recostados en un diván como personajes neuróticos de Woody Allen. No es fácil ver los efectos salvíficos de la nueva política sobre aquel sistema cautivo del bipartidismo que al menos daba profundidad en el tiempo, una mínima perdurabilidad de las cosas. Tampoco está claro cómo se motivará la sociedad española, que está practicando como para perfeccionar el mejor juego de muñeca en la urna de toda Europa, para volver a votar con la sensación de que es en vano. Frustración, ésta, que hoy debe atenazar particularmente al electorado de izquierdas, atónito al contemplar la reyerta de un bloque cohesionado en el orden bipolar y que el miércoles por la noche comenzó a hacer filtraciones para una adjudicación de la culpa que ya es lo único que interesa a la propaganda.

Durante su intervención, Pedro Sánchez expresó una idea en este sentido que podría considerarse, no la última frase de una negociación fallida, sino la primera de una campaña electoral. Dijo que él prefería respetar sus principios antes que rendirlos a cambio de poder y que por ello no podía aceptar las exigencias hiperbólicas de Podemos, que llamaba la «caseta del perro» a una vicepresidencia y tres ministerios y aspiraba a manejar una partida presupuestaria inmensa como célula autónoma dentro del gabinete. Un Gobierno paralelo al de Sánchez, a veces contradictorio con el de Sánchez. A esto se negó el PSOE, de creer sus explicaciones. En las suyas, Podemos habla de humillación y de la impostura de un presidente que jamás intentó de veras madurar acuerdos. Con tal de desacreditar a los aspirantes de Podemos, Sánchez llegó a utilizar el cliché de considerarlos poco menos que ninis sin experiencia alguna en el mundo real a los que resultaba inconcebible entregarles la gestión de decenas de millones de euros de los recursos públicos. ¿Esto no lo sabía cuando los llamaba «socios prioritarios»?

En la incertidumbre, Rufián todavía se ofrecía a última hora para hacer de mediador «por el bien de España». Cómo estará de rara la situación política para que Rufián represente la última oportunidad para el bien de España. Lo cierto es que los partidos que vocacionalmente podrían arrogarse este cometido spengleriano –PP, Cs, Vox– ayer eran personajes secundarios, excluidos de la trama, cuyas intervenciones sólo servían para demorar el muy esperado cuerpo a cuerpo de Iglesias y Sánchez, resentido cada uno con el otro. Cuando Iglesias se dispuso a hablar, daban ganas de tapar los oídos de cualquier niño que anduviera por allí. Pero luego no se mostró iracundo, sino dolido como si le hubiera salido mal una cita a ciegas del Tinder. Fue entonces cuando ocurrió algo divertido. En el atril del orador, Iglesias, tal vez sólo para que no cupieran dudas de su buena disposición, volvió a abrir las negociaciones e hizo una última propuesta: quedarse sólo con las políticas activas de empleo. Dijo que acababa de aconsejárselo por teléfono un miembro del PSOE veterano y respetado. Muy veterano y muy respetado pero que, al parecer, ignoraba que las políticas activas de empleo están transferidas a las comunidades. Me barrunto a Zapatero.

Cuando Iglesias hizo ese amago de renegociación, Sánchez se lanzó sobre su teléfono y tecleó un mensaje. Inmediatamente después, algo vibró bajo la axila de Iván Redondo, que estaba sentado en la tribuna contigua a la del reloj. Se pasó escribiendo un mensaje de respuesta los siguientes diez minutos, probablemente para ayudar a Lastra en su intervención, porque Sánchez ya no tendría otra. Y de hecho cabe preguntarse cuántas más necesitará para legitimarse por fin, después de haber ganado unas elecciones insuficientes, como un presidente proclamado como tal por el parlamento. Lleva dos intentos fracasados –he ahí el resistente– y el auxilio que podría pedir a los partidos de la derecha obliga a salvar una distancia: la que el propio Sánchez estableció cuando, en las elecciones, motivó a su electorado invitándolo a luchar contra el fascismo redivivo. Fascismo al que luego procedió a implorar la abstención en nombre de los conceptos constitucionales comunes porque los radicales impresentables en sociedad resultaban ser, de repente, los designados como socios en la primera línea de contención del fascismo.

El próximo intento se hará bajo el impacto de la sentencia, y ya Rufián ha advertido de que entonces no podrá ayudar a nadie.