Aguirre y la Tangentópolis española

EL CONFIDENCIAL 25/04/17
BEGOÑA VILLACíS

· Combatir la corrupción no empieza y acaba en los partidos políticos, combatir el engaño exige una sociedad que se niegue a ser engañada.

En 1992 Italia vivió un cataclismo sin precedentes cuyas consecuencias más directas fueron; por un lado, el punto y final a la partitocracia nacida tras la II Guerra Mundial, y por otro, la literal disolución de los dos grandes partidos alternantes. La Tangentópolis (ciudad de los sobornos) se llevó por delante algo más que un sistema de partidos corruptos y su vastísimo entramado de mordidas, sobornos y chanchullos varios, la Tangentopolis desbordó el aguante social y el umbral de tolerancia de los italianos. Quienes se relajan asegurando que la corrupción ya no pasa factura, y casi agradeciendo esa especie de inmunización a la que conduce el bombardeo de casos descubiertos, debieran alargar la vista hacia lo ocurrido en nuestro país vecino hace no tanto tiempo.

Aguirre se marcha. Y a quienes hemos seguido sus idas y venidas y la historia del Partido Popular de Madrid – que alcanzó un poder casi hegemónico que abarca el final del siglo pasado y lo que llevamos de este –, esta dimisión nos suena un poco a la máxima del Gatopardo italiano: “Todo tiene que cambiar para que nada cambie”. Una frase a la que muchos políticos de aquel país se abonaron entonces, y que parece estar en el centro de la estrategia del PP ahora.

“Todo tiene que cambiar para que nada cambie”

Nada muy diferente de lo que ha pasado en España. Todos los días surgen casos, indicios, sospechas. Ramificaciones y ramificaciones que obligan a los jueces a hacer mastodónticas instrucciones. Se sacrifican peones, alfiles y reinas, pero con el único objetivo de perpetuar la partida, todos se escandalizan e indignan cuando pillan al de al lado, pero nadie se atreve a decir que el problema es más general de lo que se suele decir. Ya no es el alcalde del pueblo sobornado por un voraz constructor local, ni el concejal de urbanismo de turno, sino presidentes de comunidades autónomas, vicepresidentes del gobierno, corruptos y corruptores.

El caso de Ignacio González es uno más, pero cuenta con todos los ingredientes para convertirse en la tangentópolis española. Nos faltan, eso sí, empresarios valientes y una deseable velocidad de crucero para una justicia a la que le sobran palos en las ruedas y le faltan medios, pero rozamos los tiempos en los que el gatopardismo nacional, que básicamente consiste en aguantar hasta que escampe y las aguas “vuelvan a su cauce”, resulta de todo punto insostenible. Esto no da más, esta vez sí, algo tiene que cambiar.

Y no, firmar pactos de desconfianza, en la Comunidad de Madrid, Murcia o Andalucía ni provoca ceguera, ni produce apatía, especialmente si uno se garantiza su libertad superando los acuerdos clásicos apoyo-consejería para inquietud del apoyado, poco entrenado ante este escenario y sus exigencias. Pero, por paradójico que resulte, combatir la corrupción no empieza y acaba en los partidos políticos, combatir el engaño exige una sociedad que se niegue a ser engañada.

Hace 25 años los italianos se negaron a aceptar que la corrupción era un efecto secundario de la política, eso no les garantizó mejor tino en siguientes elecciones, pero permitió recordar a los acomodados partidos del viejo continente que su viabilidad está directamente ligada a su credibilidad. Y es que, díganselo a los franceses, de vez en cuando la gente se harta y vota.