JOSEBA ARREGI-El Correo

Joseba Arregui-El Correo

Parece que la historia se va haciendo a golpe de palabras y eslóganes. «La hoja de ruta», «los efectos colaterales», «las líneas rojas», «el proceso», «el nuevo estetus», «el fin del bipartidismo», éstas y otras expresiones quieren ser indicativas del camino que supuestamente está haciendo o debiera hacer la historia. Entre nosotros la palabra del momento podría ser «la disolución», después de que ya lo fuera «la unilateralidad». Pues lo importante de que ETA cesara en sus acciones terroristas era que fuera una decisión unilateral, nacida de su voluntad libre y no forzada por nadie. Ahora también unilateralmente ha decidido disolverse, mejor dicho, ha decidido unilateralmente, sin que nadie le haya forzado a ello por lo visto, disolver todas sus estructuras.

Puede que sea lo mismo «ETA ha decidido disolverse» que «ETA ha decidido disolver sus estructuras». En esta última expresión parece que queda un sujeto no incluido en todas sus estructuras, un sujeto que toma la decisión que afecta a todas sus estructuras sin estar afectado él mismo. Como quiera que sea, ETA ya no cuenta con estructuras ni organización. Quizá quede un sujeto ETA cual fantasma que vigile lo que no pudo vigilar ni matando, aunque piense que pueda seguir controlando la continuidad y la materialización de su proyecto político.

Sea como fuere, el término disolución no puede ser aplicado a muchos de los elementos que han sido afectados por la historia de terror de ETA y que conviene mantener vivos en la memoria. Los asesinados no están disueltos, sino muertos por la voluntad violenta de ETA. Las víctimas familiares no están disueltas, aunque muchos desean su disolución y su silencio, pues sin ETA ellas no tendrían razón de existir. El terror ya no puede existir puesto que el grupo terrorista que lo ha monopolizado, ETA, ya se ha disuelto, como si hacer la vida imposible en una localidad a miembros de la Guardia Civil y sus allegados bajo amenaza de violencia no causara miedo, no supusiera una amenaza, no implicara crear un ambiente de terror.

Tampoco puede disolverse en la insignificancia ni en la nada la razón por la que ETA ha matado, no puede disolverse en la insignificancia la persecución que ha llevado a cabo ETA de la libertad de conciencia de los vascos, de su libertad de identidad. No puede disolverse el vínculo que ha establecido ETA durante años entre su terror y lo que llamaban, junto a otros muchos, ‘el conflicto’. Ese vínculo no puede disolverse porque de otra manera nos negaríamos a entender nuestra historia reciente, y nos negaríamos a aprender de ella. Porque renegaríamos del significado político de las víctimas de ETA de la que habla la Ley vasca de Víctimas del Terrorismo.

No puede ser disuelta la pretensión de ETA de haber querido suplantar el monopolio legítimo de la violencia por parte del Estado de Derecho que es España pretendiendo que la única violencia legítima era la suya, la de ETA, porque ETA era fundamento y núcleo de la historia y del pueblo vascos. No puede disolverse el hecho de que ETA ha negado siempre la idea misma del Estado de Derecho, pues este implica la sumisión de la violencia al imperio del derecho y ETA lo niega erigiéndose a sí misma como acusación, tribunal que juzga y verdugo que ejecuta en una misma y única instancia, como voluntad soberana sin sumisión a ningún derecho de ningún tipo. Nada de todo esto puede disolverse si no queremos regalar una victoria postrera a ETA.

Lo cierto es que, consciente o inconscientemente, la disolución de algunos de estos elementos comenzó ya antes de que ETA anunciara la disolución de todas sus estructuras. Todo empezó cuando desde las propias instituciones políticas vascas se trazaron las líneas maestras de la memoria que debía corresponder a la historia de terror de ETA. Esta disolución se construye sobre el supuesto de que ETA conculcó derechos humanos, el derecho a la vida de aquellos que asesinó. A partir de ese supuesto se abrió la puerta a que en la memoria debida a las víctimas asesinadas de ETA entraran también todas aquellas otras que, aunque desde planteamientos diferentes y con una significación distinta a la de ETA, fueron víctimas de otras violencias habidas en Euskadi, extendiéndose a la época de la dictadura de Franco y siempre con el horizonte de la Guerra Civil a la vista.

Desde la óptica de que todas las víctimas son iguales en el sufrimiento se cerraba la puerta a la impronta que imprimen los verdugos en las víctimas, diferenciándolas a unas de otras, no en el sufrimiento, pero sí en su significación. En esta extensión en el tiempo y en el espacio del sufrimiento de lo que debía abarcar la memoria del terror en Euskadi, desde las instituciones del Gobierno vasco se diluía el significado político de las víctimas asesinadas por ETA, ocultaba el hecho de que ETA deslegitimó el proyecto nacionalista radical en cada asesinado.

Esta disolución que no debía haberse producido nunca cobra una gran importancia en estos momentos en los que se debate el nuevo estatus que defina a la sociedad vasca en relación al Estado, a España. Es loable que se pretenda construir el futuro político de la sociedad vasca sobre la memoria del sufrimiento de las víctimas. Pero si se iguala a todas las víctimas en su sufrimiento olvidando la diferencia en la razón que las constituyó en víctimas, el futuro no será ni compartido, ni común, sino envuelto en la nebulosa de la falta de sentido total, sustentado por la ceguera que algunos creen necesaria para incorporar a la izquierda nacionalista. Pero igual lo que se incorpora es la continuidad del proyecto político de ETA.

Puede que sea legítimo en política caminar al filo de la navaja, siempre que quien corre el riesgo de cortarse sea quien camina, pero nunca si caminando corta a otros, dividiendo la sociedad vasca entre nacionales y ciudadanos como lo hacía el plan Ibarretxe, como lo puede hacer todo intento de abrir la puerta en el nuevo estatus a una Euskadi radicalmente nacionalista.