IGNACIO CAMACHO-ABC

Una sofisticada maquinaria palaciega embalsa el resultado de las urnas y lo canaliza a través de conductos indirectos

EN la compleja tradición política italiana, las elecciones no tienen una relación directa con la producción de un gobierno. Los constituyentes del 48, escarmentados del fascismo, establecieron un Parlamento fuerte con bicameralismo perfecto pero las sucesivas leyes electorales lo han quebrado en fragmentos. Así, tras las votaciones, entra en acción una sofisticada maquinaria negociadora que embalsa el resultado de las urnas y lo canaliza a través de conductos indirectos. Es la apoteosis del cabildeo: un paroxismo renacentista de componendas y acuerdos que a menudo corrigen el sentido del voto popular y alumbran un Gabinete palaciego. La victoria del sistema –allí se acuñó el concepto de casta– sobre el veredicto popular directo.

Esta vez, sin embargo, enderezar la proyección populista del sufragio va a costar mucho esfuerzo. Los antisistema de Beppe Grillo y los supremacistas de la Lega han asaltado la banca de la moderación explotando la rabia de la gente con feroces discursos antieuropeos. La ruptura del bipartidismo ha generado nuevos ejes más radicalizados, casi insurrectos: un Norte segregacionista y un Sur en rebeldía han partido el país y destrozado territorial e ideológicamente la noción del centro. El tradicional encaje de bolillos entre bastidores tendrá que ser aún más imaginativo que de costumbre para orillar a los portavoces del descontento. Autoliquidado el liderazgo cesáreo de Renzi, que prometió el desguace del sistema y se ha hundido en el intento, acaso sólo el viejo ADN democristiano pueda encauzar a base de finezza alguna clase de convenio. Del fondo de armario italiano siempre cabe esperar que aparezca algún traje de bombero.

Mirado desde España, el panorama transalpino ofrece algunas lecciones que naturalmente no aprenderemos. La principal, que las leyes electorales proporcionales producen una alta inestabilidad que obligan a intensos ejercicios de consenso. En Italia existe rutina de compromiso, de transacción pragmática sin impedimentos, de negociación exhaustiva con culo di ferro: nadie se levanta de la silla hasta que se alcanza un arreglo. En Celtiberia lo primero que salen a relucir son las líneas rojas, los vetos: nos falta cultura política contractual y nos sobra sectarismo berroqueño. Si vamos a italianizar la política –y tal parece, como acertó a señalar González– más vale que antes encontremos mediadores expertos.

La segunda lección consiste en que, visto lo visto, España se ha convertido en el último bastión ortodoxo del arco meridional de la UE, el único que aún se resiste al populismo y sus experimentos. Por eso Rajoy tiene más prestigio fuera que dentro; Europa lo contempla como un dique, aunque desgastado, contra el aventurerismo de riesgo. Y lo va a apoyar todo lo que pueda: el que aspire a sustituirlo tiene que demostrar, como Macron en Francia, que no está dispuesto a jugar con fuego.