JORGE DE ESTEBAN-El Mundo

 

El autor lamenta que los jueces alemanes hayan dado la espalda a los tratados europeos e ignorado el principio de confianza en el que se basa la euroorden y recuerda que los independentistas sí utilizaron la violencia.

ALEXIS DE TOCQUEVILLE, en su genial obra La democracia en América, mantiene que «no hay casi ninguna cuestión política en los Estados Unidos que no derive, más pronto o más tarde, en una cuestión judicial». Semejante axioma es también válido en la actualidad en cualquier Estado moderno, aunque con la diferencia de que en unos países únicamente se recurre a las soluciones judiciales cuando se han agotado las políticas. Por el contrario, en otros países, cualquier problema que debería resolverse mediante soluciones políticas se acaba judicializando para que lo resuelvan los jueces, sin que los políticos se estrujen las meninges ni tengan que arrostrar riesgos o esfuerzos.

Justamente esto es lo que ha ocurrido en los últimos años en España, especialmente en lo que se refiere al problema catalán, pues una cuestión como ésta, que es eminentemente política, no se ha querido resolver mediante el diálogo, la negociación o el pacto, cuando se podía haber hecho. En otras palabras, se ha preferido que sea el juez quien lo resuelva sin que los políticos se manchen las manos ni produzcan una sola gota de sudor. Pero como se está demostrando en la actualidad, se recurre con frecuencia a los jueces en el momento en que la mantequilla se ha fundido ya y no hay nada que hacer, salvo que se provoque un terremoto.

Dicho esto, vayamos al grano de la actualidad, el golpe de Estado encabezado por Puigdemont. Tras la aplicación forzada del artículo 155 por el Gobierno de Rajoy, tarde y mal, el poder judicial ha tenido que entrar en juego para decretar la prisión provisional de algunos de los golpistas y para solicitar mediante una euroorden la entrega de Puigdemont y de varios de sus ex consejeros. Como es sabido, tras unos meses de estancia turística en Bélgica, el ex president fue apresado cuando atravesaba el territorio alemán, siendo internado durante unos días en la cárcel de Neumünster en el Estado de Schleswig- Holstein. Hace pocos días el Tribunal Superior de este Land, integrado por tres jueces, ha decretado que no puede atribuir al político catalán el delito de rebelión, dejando en barbecho el delito de malversación por el que también se le acusa, según un auto impecable del juez Llarena, que, evidentemente, los magistrados tudescos no lo han leído o no lo han comprendido.

Para ello era necesario que hubiesen utilizado la óptica del contexto en el que se produjeron los hechos, aunque podían haber consultado a sus connacionales residentes en Barcelona, pues concretamente uno de ellos, Karl Jacobi, le espetó al presidente del Parlament que los soberanistas catalanes que han promovido el golpe de Estado deberían ir a la cárcel por el mal que están haciendo a Cataluña.

Pero incluso, aunque no quieran consultarlos, los jueces del Tribunal Superior del Estado citado, deberían saber algunas cosas elementales para todo jurista. Primero, que se desprende de la Carta de las Naciones Unidas, cuyo fin es mantener la paz y la seguridad en el mundo, que para conseguirlo es necesario el respeto a la integridad territorial o independencia política de cualquier Estado, una vez que la libre autodeterminación de los pueblos ya caducó después del fin de la descolonización. Segundo, que formando parte tanto Alemania como España de la UE, deberían saber que el Tratado de Maastricht, en su artículo 31, les señala que se debe facilitar la extradición entre los Estados miembros y que conviene evitar los conflictos de jurisdicción entre los mismos. Y, tercero, que uno de los pilares de la UE, en lo que se refiere a la colaboración judicial entre los Estados, consiste en la denominada euroorden, creada el 1 de julio de 2004 a través de la Orden Europea de Detención y Entrega de delincuentes, lo que significa que para que sea realmente efectiva debe descansar en la confianza y el respeto de los diversos jueces nacionales para ir fomentando su colaboración, incluso en los casos en que se supere la lista de 32 delitos específicos en los que la extradición es prácticamente automática.

Pero centrándonos ahora en el contenido de lo que han examinado los magistrados alemanes, es sorprendente que excluyan el delito de rebelión que señala Llarena porque, aun reconociendo que es cierto que hubo violencia (no solo el 1 de octubre, sino también antes y después), afirman que no es suficiente para calificar esos actos como rebelión. Es decir, según ellos, es necesario que superen un determinado número de kilos de violencia, como si se pudieran pesar esos actos. Pero se equivocan –o quieren equivocarse–, porque hubo ciertamente violencia física, según ha relatado de forma minuciosa la Guardia Civil, pero también desde hace años hay una fuerte violencia moral y verbal en Cataluña, donde los no independentistas no se atreven a exponer sus ideas y si lo hacen están expuestos a todo tipo de amenazas y coacciones.

Pongo un ejemplo personal. Como constitucionalista y analista político democrático, llevo muchos años criticando a los gobiernos de turno; y, aunque a algunos lectores no les guste lo que opino, jamás me han insultado de forma agresiva y preocupante. Sin embargo, en julio, ante el anuncio del referéndum ilegal, recomendé al Gobierno que se tomase alguna de las medidas constitucionales posibles para impedirlo y evitar así todo lo que se nos vino encima después. Pues bien, en un diario digital catalán se incluyeron más de 20 páginas de comentarios de lectores poniéndome a caldo e incluso calumniándome o injuriándome. Esto es violencia verbal y puede ser tan grave como la física, porque lo que se busca en ambos casos es amedrentar a los que no piensan como ellos.

Pero siguiendo con la resolución de los jueces alemanes, es obvio que ignoran que en Cataluña se reconoce algo que en Alemania no se tolera. Según el artículo 9.2 de la Ley Fundamental de Bonn, «quedan prohibidas las asociaciones cuyos fines o cuya actividad sean contrarios a las leyes penales o que vayan dirigidas contra el orden constitucional o contra los ideales de entendimiento entre los pueblos». Pues bien, los jueces germánicos deben saber que en Cataluña hay dos asociaciones de este tipo: la Asamblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural, cuyas actividades en favor de la República catalana no están exentas de violencia, como lo demuestra el hecho de que sus dirigentes estuvieron al frente de los actos violentos que culminaron en el destrozo de varios coches de la Guardia Civil y en impedir la salida de un edificio público de varios funcionarios. Aquí ya no se trata de violencia verbal o moral, sino estrictamente física.

Claro que los magistrados alemanes no sólo son juristas, sino también filósofos, pues señalan que realmente no hubo rebelión porque la violencia no pasó de ser una amenaza mínima para el orden constitucional español. Evidente, pues si hubiese supuesto una gran amenaza habrían ganado y entonces a nadie se le ocurriría penalizar un golpe de Estado triunfante, porque los delincuentes se habrían apoderado del poder. Es más: para evitar esto deben recordar lo que señala precisamente el artículo 20.4 de su propia Constitución: «Contra cualquiera que intente derribar el orden constitucional todos los alemanes tienen el derecho a la resistencia cuando no fuera posible otro recurso». Es decir, cualquier violencia es legal para defender la democracia, pero, según sus señorías, para derribarla se requiere pasar por el fielato para pesarla y comprobar que es ilegal. Incluso más: el artículo 21.2, a diferencia de España, indica que los partidos que tiendan a destruir el régimen constitucional, serán declarados ilegales por el Tribunal Constitucional, es decir, en Alemania Puigdemont y sus mariachis estarían fuera de la ley.

POR CONSIGUIENTE, señorías, ustedes no han comprendido, incluso con el apoyo de la novata e irresponsable ministra de Justicia de Alemania, el mal que han hecho a un socio europeo como es España, sino que, además, si no dan marcha atrás, pueden provocar un caos jurídico y el descrédito del Derecho en España, a causa de que por su culpa no se puede imputar el delito de rebelión al jefe del golpe de Estado, pero sí a los que estaban bajo su mando, hoy en prisión provisional.

Según uno de los escasos teóricos que se han ocupado de estudiar los golpes de Estado, Edward Luttwak, la descolonización triplicó, desde el año 1945, el número de países en el mundo y, en consecuencia, se han multiplicado los golpes de Estado. Pero «debemos considerar –según él– que no todos los Estados constituyen buenos objetivos para analizar ese tema. Por ejemplo, no existe ninguna razón para pensar que se pueda dar una asonada en Inglaterra, aunque fuese por breve tiempo». Es decir, los golpes se dan en países que no disponen de una estabilidad tradicional con fuertes estructuras institucionales o que atraviesan una fase de crisis y debilidad política de su Gobierno. Este es el caso de España, porque si aquí se ha podido dar es porque durante 30 años no se ha hecho nada sustantivo para detener a los separatistas. Esa cuestión habrá que analizarla otro día. Hoy basta con afirmar, como dice José García Domínguez, que si siguen actuando así los jueces alemanes, «la democracia que peligra es la suya, no la nuestra». Hagamos, pues, como los japoneses que siempre miran al futuro, es decir, a los cerezos en flor.

Jorge de Esteban escatedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.