ROSA DÍEZ – EL MUNDO

· Era noviembre del año 1997 cuando mi marido recogió un paquete en forma de libro del buzón de correos de nuestro domicilio. Aparentaba ser el anuario de un periódico vasco que recibíamos habitualmente, por lo que lo recogió sin ningún tipo de sospecha.

Ya en casa procedió a abrirlo; pero, al empezar a desenvolverlo, oyó una especie de click seguido de un chisporroteo que lo alertó. Así que abrió la puerta de la cocina que da a la calle, lo posó fuera y me llamó para decirme que creía que nos habían mandado un paquete bomba a casa.

Luego ya todo se desarrolló como procede en situaciones similares: policías, medios de comunicación, llamadas, preguntas, explicaciones… Yo era entonces consejera de Comercio, Consumo y Turismo en el Gobierno vasco y en aquellos momentos estaba volviendo hacia mi despacho de Vitoria de inaugurar una nueva iluminación en las Cuevas de Pozalagua, en Carranza. Seguí el camino, llegué a Vitoria, di una rueda de prensa para explicar, sustancialmente, que iba a seguir trabajando, y eso fue lo que hice.

Cuando llegué a casa por la noche y mientras preparábamos la cena en la cocina, el teléfono seguía sonando. Yo contestaba mientras Iñaki y nuestros dos hijos –Diego y Olaya– iban repartiéndose las tareas, batiendo los huevos, poniendo la mesa. Mis respuestas debían ser todas del mismo corte, por lo que recuerdo. «No te preocupes, no ha pasado nada»; «Todos estamos bien, no ha sido nada»; «No tranquilo, de veras»; «Estamos bien».

Y, en esas, en unos minutos de pausa telefónica, Olaya –adolescente entonces–, levantó la vista hacia mí, me miró muy seria y dijo: «‘Ama’, pues un poco de miedo sí que tengo».

Aquellas palabras, su mirada preocupada y tal vez avergonzada, me hicieron comprender que, en mi afán por protegerles, por evitar que tuvieran miedo, estaba dándoles un mensaje equivocado. Y les expliqué que tener miedo era lo normal en esos casos. Que tener miedo ante el peligro es una reacción humana que nos permite reaccionar para protegernos. Que no tenía miedo porque fuera una niña, que no sintiera vergüenza por ello, que su miedo era un rasgo de madurez.

Le expliqué que yo también tenía miedo, por mí y por ellos. Y que todas las personas que ella conocía y que vivían en circunstancias parecidas a la nuestra, también tenían miedo. Le expliqué que, cuando ella nació, su padre y yo hablamos sobre la posibilidad de irnos a vivir fuera de Euskadi, para que nuestros hijos no tuvieran que vivir en aquel clima de falta de libertad; pero que decidimos quedarnos precisamente para que, cuando ellos fueran mayores, pudieran elegir libremente y no tuvieran que huir, por miedo, de su país.

Y le argumenté que, cuando decidimos quedarnos y luchar para que no lo tuvieran que hacer ellos, también decidimos plantarle cara al miedo. Pero que eso no significaba que no nos preocupáramos por lo que podía ocurrir u ocurrirnos, sino que no estábamos dispuestos a ceder ante los que nos aterrorizaban. Y que pensábamos que, si nos íbamos, habrían ganado la batalla. Y que cada vez que ETA asesinaba, apretábamos los dientes; y que para despejar el miedo empezábamos a pensar en qué mas podríamos hacer para acabar con ellos. Y le dije que nunca pensara que nosotros, los mayores, no tenemos miedo.

No pude evitar recordar este acontecimiento tras escuchar a centenares de personas gritando al unísono «¡No tenemos miedo!» un día después de los atentados de Barcelona y Cambrils. Qué quieren que les diga, no me parece ni natural, ni cierto. Tener miedo es lo que nos ayuda a protegernos y lo que ha permitido a la raza humana sobrevivir. Sería impensable que alguien fuera sin tomar precauciones a una selva plagada de fieras peligrosas que ya han matado a varios expedicionarios previamente. Eso sería propio de insensatos o de inconscientes; lo loable, si uno está decidido a hacer la travesía, es evaluar el riesgo, armarse de valor –y de las herramientas necesarias para hacer frente a las fieras– e iniciar el camino. Gritar a la entrada de la selva «¡No tengo miedo!», no espantaría a las fieras; a lo más vendría a ser como el recurso de quien canta en la oscuridad para darse ánimos, que sólo sirve si tras el velo oscuro no hay nadie.

Algunos amigos que lo corearon me explican que lo que se pretendía era demostrar que «no nos van a amedrentar». Entiendo que el grito pueda servir como una especie de exorcismo colectivo, pero ahí termina la utilidad del grito, por muchas alabanzas que el mismo haya cosechado. Dulcificar la gravedad de la amenaza y agarrarnos al «que les den, hagamos nuestra vida» nos pone en riesgo mayor. Hay que seguir viviendo, trabajando, paseando, claro que sí. Pero, a la vez, hay que actuar frente al enemigo. Y para eso hay que evaluar correctamente el riesgo –no me explico cómo no estamos en alerta 5, si es por «miedo» a sacar a las calles de Cataluña al ejército o a la Guardia Civil– y actuar en consecuencia.

Es la hora de la firmeza, no de las bravuconadas. Y decir que no tenemos miedo cuando acabamos de comprobar que hay chiquillos de 17 años dedicados en cuerpo y alma a organizar masacres en nuestras ciudades es una soberana tontería. ¿Acaso no hemos pensado lo que eso significa? Yo desde luego no gritaré «¡no tengo miedo!». Lo que si haré es dedicar todas mis energías y toda mi capacidad a combatir a aquellos que tienen como único objetivo destruir la democracia. Plantar cara al miedo, como al mal, exige reconocer que existe. Actuemos, pues, en consecuencia.

Rosa Díez fue diputada y fundadora del partido Unión, Progreso y Democracia (UPyD)