Animales legislativos

EL MUNDO  17/03/17
JORGE BUSTOS

LLAMAR legislatura a este bucle marianista de vetos y decretos quizá sea exagerar. Legislar se legisla poco, a la espera de que el PSOE se alce del lecho en que convalece para caminar hacia la luz socialdemócrata o bien para tirarse por la ventana populista. Mientras se decide, los diputados no redactan leyes que incumban a otros hombres, pero a cambio se han entregado a la ampliación de los derechos de los animales, que ya empiezan a gozar de un estatus desconocido en ciertos barrios de la India.

Poseídas de un celo franciscano, sus señorías no están dispuestas a transigir con los melindres del especismo, vestigio ideológico que venía atribuyendo a los animales racionales alguna superioridad sobre los irracionales. Dado que en la actualidad (y en la animal farm de Instagram) resultan indistinguibles unos de otros, no hay excusa para no reivindicar directamente los derechos humanos de los animales, revolución jurídica que terminará extendiendo el sufragio universal a los grandes simios, siguiendo por las aves y los reptiles y terminando por las escolopendras y otros invertebrados. ¿No propone Bill Gates que los robots empiecen a pagar impuestos? ¿Se imaginan ustedes la excitación de Montoro cuando pise Media Markt?

Estamos asistiendo a la edad de oro de la legislación animal. A algunos les parecerá triste que lo único que ponga de acuerdo a los humanos sea precisamente el resto de las especies en vez de la suya propia, tan necesitada, pero por algún eslabón de la cadena de la vida hay que empezar. Con suerte remontaremos la evolución hasta el chivo expiatorio para las primarias socialistas.

Primero doña Carmena prohibió los circos de toda la vida, con el aplauso transversal del pleno. Solo una mente cavernaria puede todavía concebir un circo con domadores y elefantes, no-lugar tan poco pertinente ya como una biblioteca con libros o un hemiciclo con legisladores. Después Ciudadanos se apuntó el exótico tanto de la unanimidad parlamentaria con una proposición no de ley que emancipaba a las mascotas del tratamiento de bienes muebles en el Código Civil, de modo que ya no puedan ser objeto de embargo como nos embargan el coche o la cuenta en Suiza. Y ayer, el mismo Pablo Iglesias subió a la tribuna no para alzar el puño con un garfio de estibador sino para cargar contra la bárbara amputación del rabo a los perros por razones estéticas o cinegéticas. Y su denuncia era sincera, porque hace unos meses se me acercó al término de una tertulia televisiva para reprocharme un tuit en que ironizaba sobre el atropello que había sufrido su perro, atropello que yo atribuí al Ibex o a Cebrián, ahora no recuerdo. Con todo lo que he dicho de ti, pensé, y te me molestas por aquello. Pero el chiste fue desafortunado y así se lo reconocí a don Pablo, cuyo perrito está felizmente restablecido y hasta sale en sus vídeos y concede entrevistas, según me cuentan.

Entiéndaseme. No niego la bondad de estas iniciativas, signo veraz de progreso. Ni la política ni la moral deban abstenerse de amparar a los animales. Pero desmoraliza un poco que los animalitos despierten mayor entusiasmo legislativo que los estudiantes fracasados o los parados de larga duración. Un día se presentará a las elecciones Ser Vegano es Fácil, la asociación antiespecista que nos abronca por usar «rata» o «hijo de perra» en sentido peyorativo, y sacará grupo parlamentario. Aunque lo peor vendrá cuando lleguen al Senado y haya que aceptar el ladrido como lengua cooficial.