ARCADI ESPADA-EL MUNDO

HACE UN año pasé por momentos muy alegres. Empezaron a darse a las nueve de la mañana cuando la Guardia Civil ocupó el colegio electoral de Sant Julià de Ramis e impidió que el presidente Carles Puigdemont y otros vecinos votaran en el referéndum ilegal convocado por la Generalidad. Hasta ese momento había temido que se repitieran las ominosas escenas del 9 de noviembre de 2014 cuando el Gobierno permitió que el Estado de Derecho dejara de estar vigente en Cataluña y facilitó que el entonces presidente Artur Mas organizara con comodidad (y con un mínimo y vergonzante castigo penal luego) el primer referéndum ilegal. A ese primer chispazo de felicidad siguieron otros. La confirmación de la noticia de que la policía había desmantelado el sistema informático del referéndum y abortado los intentos del gobierno desleal de reinstalarlo. Y, sobre todo, el éxito de las fuerzas antidisturbios. Trabajando en unas duras condiciones técnicas y políticas y lastrados por el boicot de la policía autonómica, que actuó mayoritariamente contra el orden constitucional, la Policía logró explicar a los revolucionarios de cuarto de estar cuál era el precio del asalto a la democracia; y lo hizo con un bajo coste en el que hubo sólo que anotar la pérdida del ojo de un asaltante.

Mi alegría ante los hechos del 1 de octubre –la alegría de ver cómo una democracia lograba rechazar la agresión nacionalista, sin dejar de serlo– se prolongó hasta el día 3, cuando el Rey de España pronunció un firme discurso contra los golpistas, especialmente brillante en sus minutos iniciales. Era la primera vez, en cinco años de infamante Proceso, en que la mitad más uno de los ciudadanos catalanes, obstinadamente contrarios al nacionalismo, recibían un aliento inequívoco por parte de la máxima autoridad del Estado. Cinco días después, el domingo 8, centenares de miles de catalanes, más otros miles también de ciudadanos llegados solidariamente desde lugares distintos de España, se reunían en una asombrosa manifestación en defensa de la Constitución. Era la primera vez que en las calles de Cataluña se exponía con atrevimiento plástico una vieja certeza: que la unidad civil catalana en torno al nacionalismo era un mito falso. La manifestación fue la alegría culminante de la semana pletórica en que la democracia española encaró y venció a la sedición nacionalista.

Por más que sea el único no voy a dejar de celebrar este aniversario.