Aquellos días de julio

LIBERTAD DIGITAL 30/06/17
CAYETANO GONZÁLEZ

· Cayetano González fue una de las primeras personas en acceder al zulo tras la liberación de Ortega Lara.

Empezaré diciendo que lo vivido en aquellos días que van desde la madrugada del martes 1 de julio de 1997 –cuando la Guardia Civil liberó a José Antonio Ortega Lara– al sábado 12 de julio –cuando ETA cumplió su amenaza y al mediodía apareció en un camino forestal de Lasarte (Guipúzcoa) el cuerpo con vida pero herido de muerte de Miguel Ángel Blanco– son de las cosas que no se me olvidarán en la vida porque han quedado grabadas no sólo en la mente, sino sobre todo en el alma, en el corazón.

Tuve la «oportunidad» de vivirlos desde un lugar privilegiado, al estar en esos tiempos al frente de la Dirección de Comunicación del Ministerio de Interior. Cuando a veces me han preguntado en charlas, coloquios o seminarios cuáles fueron los dos momentos, el mejor y el peor, de esa etapa de mi vida profesional en el Ministerio de Interior que duró cinco años, no he tenido nunca ninguna duda a la hora de responder: fueron esos doce días de julio de 1997, en los que pasamos sin solución de continuidad de la alegría y la euforia de ver en libertad a Ortega Lara, al dolor y la rabia de contemplar el asesinato a cámara lenta del joven concejal del PP de Ermua, Miguel Ángel Blanco.

Al cumplirse el veinte aniversario de aquellos hechos, quiero transmitir en estas líneas algunos de esos recuerdos que, insisto, conservo muy vivos en mi mente y en mi corazón. Espero que no sean percibidos por los lectores como simples anécdotas o sucedidos, sino que consiga también transmitir lo que detrás de ellos subyace, que no es otra cosa que la dignidad y la fortaleza moral que siempre nos han transmitido las víctimas del terrorismo. En este caso, la dignidad y la fortaleza moral de una víctima que lo puede contar después de sufrir un cautiverio de 532 días con sus 532 noches, y de otra que, lamentablemente, no puede hacerlo, pero cuya muerte sirvió al menos para que muchos ciudadanos despertaran y decidieran hacer frente sin complejos al terrorismo nacionalista de ETA.


La madrugada de la liberación

El lunes 30 de junio hacia las 7 de la tarde, el Ministro de Interior, Jaime Mayor Oreja, me llamó a su despacho para anunciarme, «bajo secreto de confesión» me dijo textualmente, que esa noche iba a llevarse una operación policial porque la Guardia Civil creía saber dónde se encontraba secuestrado Ortega Lara: en una nave industrial sin actividad externa ubicada en las afueras de la localidad guipuzcoana de Mondragón.

Me fui a mi casa con la emoción lógica de saber que todo apuntaba a que se estaba a las puertas de acabar con una angustia que afectaba en primer lugar al secuestrado, a su familia, pero también a toda la sociedad española que había seguido muy de cerca la evolución del secuestro de Ortega Lara desde que se produjo, en la tarde del 17 de enero de 1996, cuando un comando de ETA lo abordó en el garaje de su casa de Burgos, lo metió en un vehículo y lo trasladó hasta el «agujero» de Mondragón.

Fue una noche larga, en la que apenas pude pegar ojo, sobre todo porque a las dos de la mañana recibí una llamada del Ministro para decirme que ETA había liberado a Cosme Delclaux, hijo de un conocido empresario vasco al que la banda terrorista había secuestrado ocho meses antes, pidiendo por su rescate una muy importante cantidad de dinero. Le pregunté a Jaime Mayor si aquella «circunstancia», imprevista por parte de los responsables policiales, cambiaba algo el plan de acción previsto por la Guardia Civil y me dijo que no. Efectivamente, hacia las 4,15 de la madrugada fueron detenidos en sus domicilios los cuatro miembros del comando que mantenía secuestrado a Ortega Lara. Y al terrorista de ETA al que la Guardia Civil consideraba, por los perfiles personales que habían elaborado sobre ellos, más vulnerable psicológicamente lo trasladaron a la nave industrial de Mondragón donde pensaban que se encontraba secuestrado el funcionario de prisiones.

Ese etarra, que se negó en redondo durante dos horas a confirmar que efectivamente allí estaba Ortega Lara, no era otro que Josu Uribetxeberría Bolinaga; si, el mismo que quince años después, en agosto del 2012, el Gobierno del PP presidido por Mariano Rajoy decidió iniciar todos los trámites para ponerle en libertad so capa de que tenía un cáncer terminal al que por cierto sobrevivió dos años y medio ya fuera de prisión, en su casa. Rosa Díez dijo en su momento en el Congreso de los Diputados que «Bolinaga era el de Juana Chaos del PP«. Y tenía toda la razón. Fue una auténtica traición a la memoria de todas las víctimas del terrorismo y específicamente a la persona de Ortega Lara, a quien Bolinaga no solo secuestró, sino que estuvo dispuesto a dejarle morir en el «agujero» inmundo en el que le tenían al negarse, insisto, a decir nada a la Guardia Civil cuando fue trasladado a la nave industrial.

A las 6.05 de la mañana tuve otra llama del ministro: «la Guardia Civil acaba de rescatar a Ortega Lara, Ya está en libertad. Ya se puede dar la noticia» me dijo. La sensación de alegría y emoción provocó que me saltaran unas lágrimas. Había acabado una pesadilla para Ortega Lara y para su familia que había durado casi un año y medio. La primera llamada que hizo el Ministro fue, lógicamente, al Presidente del Gobierno, con el que había estado en contacto toda la noche. La segunda fue a Domitila, la mujer de Ortega Lara que después de decirle a Jaime Mayor «¡qué cruel es usted!», porque pensaba que le llamaba para darle la noticia de la liberación de Delclaux, se derrumbó y rompió a llorar cuando el ministro le insistió que no le llamaba por esa liberación, sino por la de su marido. «Tienes un coche preparado en la puerta de tu casa para trasladarte a San Sebastián para reunirte con tu marido», le dijo el Ministro a Domitila.


El encuentro en Intxaurrondo

El siguiente momento que recuerdo con bastante detalle fue el encuentro con Ortega Lara hacia las 11 de la mañana de ese martes uno de julio en el despacho del jefe de la Comandancia de Intxaurrondo en San Sebastián. José Antonio estaba sentado en un sofá junto a su mujer. Era un guiñapo. Demacrado, la mirada perdida, una delgadez suma, con un chándal color fucsia. Pero había recuperado la libertad y eso era lo importante. Con un hilillo de voz consiguió decirle a Jaime Mayor, sentado en un sillón a su derecha a escasos centímetros: «Ministro, ya les decía yo a mis secuestradores que me mataran, porque estaba seguro que este Gobierno no iba a ceder nunca al chantaje terrorista». Y añadió: «cuídese mucho, porque le tienen muchas ganas».

De Intxaurrondo, y tras celebrar con los miembros de la Guardia Civil con un buen ágape en un restaurante a los pies del Monte Igueldo el éxito de la operación policial, nos trasladamos a Mondragón para visitar la nave y el «agujero» –me niego a emplear el lenguaje de los terroristas y llamarlo «zulo»– donde había estado Ortega Lara.

Bajamos al agujero, guiados por un mando de la Guardia Civil, el Ministro, el Secretario de Estado de Seguridad, el Director General de Instituciones Penitenciarias y quien esto escribe. He de confesar que a los siete minutos de estar en la parte del agujero donde se encontraba el habitáculo de Ortega Lara empecé a sentir una especie de angustia, de ansiedad, de agobio, como si me faltara el aire, deseando salir de ahí cuanto antes. Rápidamente pensé que no tenía el más mínimo derecho a reaccionar de esa manera, teniendo en cuenta que eran esos 7 minutos contra los 766.080 que había estado José Antonio.

Al salir del agujero, y mientras nos dirigíamos a pie hacia donde estaban los periodistas, Jaime me dijo: «Cayetano, esta barbaridad la tiene que ver todo el mundo para que se conozca la inmensa crueldad de ETA». Una frase que en aquel momento me pareció muy redonda, pero a la que quizás presa de la emoción y de la tensión acumulada, no presté mayor atención. A la vuelta a Madrid, fue el entonces Secretario de Estado de Comunicación, Miguel Ángel Rodríguez, quien me la recordó –el Ministro la había repetido a los periodistas- y en ese momento empezamos a planificar lo que yo bauticé como la «peregrinación a Lourdes», entiéndase al «agujero» de la nave de Mondragón.


La visita de los periodistas al agujero de Mondragón

El lunes 7 de julio –seis días después de producirse la liberación de Ortega Lara– redactores de los principales periódicos, radios, televisiones, columnistas, comunicadores, directores de medios, tuvieron la oportunidad de visitar el agujero donde había estado Ortega Lara. Todavía recuerdo la espectacular narración que hizo desde el interior del agujero en directo para su programa en la Cope y con un móvil de aquella época, nuestro querido y recordado Antonio Herrero. Pero también recuerdo las caras, los gestos, las expresiones de muchos colegas cuando salían del habitáculo y necesitaban contar sus primeras impresiones más por desahogo que por otra cosa.

Las imágenes en televisión, las fotos en los periódicos, las crónicas, los artículos, los testimonios personales de los periodistas llenaron ese mismo día y al siguiente, minutos y minutos, páginas y páginas en los diversos medios de comunicación, en España pero también en el extranjero. El objetivo marcado por el ministro, «esta barbaridad la tiene que ver todo el mundo para que se conozca la inmensa crueldad de ETA» se había conseguido y la opinión pública, no solo en España sino en todo el mundo, fue más consciente de la absoluta inhumanidad demostrada por una banda terrorista como ETA al retener durante 532 días en un agujero inmundo a un ser humano.


La llamada que acabó con la alegría de aquellos días

Lo que en esas horas y días felices que van del 1 al 9 de julio nadie podía imaginar y nadie sabía, es que la venganza de ETA por ese éxito policial y social estaba muy próxima. Tan cerca, que el jueves 10 de julio hacia las 15,20 de la tarde se recibió una llamada en la centralita del Ministerio de Interior pidiendo hablar con la secretaría particular del Ministro. Se pasó la llamada y la persona que en ese momento estaba de guardia oyó al otro lado del teléfono una voz de hombre que dijo textualmente lo siguiente:»Hijos de puta. Lo de Ortega Lara lo vais a pagar. ¡Gora Euskadi Askatuta!«. Y colgó.

Una hora más tarde, el presidente del PP del País Vasco, Carlos Iturgaiz, informaba al Ministro para decirle que en el diario Egin se había recibido una llamada en nombre de ETA reivindicando el secuestro del joven concejal del PP de la localidad vizcaína de Ermua, Miguel Ángel Blanco. Daban al Gobierno un plazo de cuarenta y ocho horas para acercar a todos los presos de ETA a cárceles del País Vasco. Si el ejecutivo no lo hacía, lo matarían.

Era ni más ni menos la crónica de una muerte anunciada, o si se prefiere, un asesinato a cámara lenta porque, obviamente, el Gobierno no podía ceder ni un milímetro al chantaje planteado por la banda terrorista aun a sabiendas del riesgo que corría la vida de Miguel Ángel. Ejemplar fue, en este sentido, el comportamiento de los padres, de la hermana, de la novia del joven concejal: ni el más mínimo reproche, ni una queja hacia el Gobierno, que hizo lo que tenía que hacer, aunque fuera muy duro para todos y, sobre todo, muy trágico para Miguel Ángel y su familia. Una lección más que nos dieron nuestros héroes, que eso son las víctimas del terrorismo.