Arcadi Espada-El Mundo

LÓGICAMENTE, muchos interesados se preguntan en qué momento estamos del Proceso, ahora que han nombrado al Valido del presidente de la Generalidad. Yo elijo para explicarlo la tarde del viernes 27 de octubre de 2017. Poco después de las tres la presidenta del Parlamento, Carme Forcadell, anunció la proclamación de la República dada la votación mayoritaria que había tenido lugar poco antes. Casi al mismo tiempo el Senado autorizaba al Gobierno a aplicar el artículo 155. Y cerca de las ocho y media de la tarde el presidente Rajoy daba a conocer la destitución del Gobierno autonómico y la disolución del Parlamento. Entre un hecho y otro pasaron cinco horas. TV3 no dejó de retransmitir en directo. La plaza de Sant Jaume, donde iba aumentando paulatinamente el número de celebrantes de la nueva República, era uno de los escenarios favoritos. Y en ese escenario se repetía obsesivamente un plano: la bandera española ondeando junto a la cúpula del Palacio de la Generalidad. El plano repetía lo que los manifestantes coreaban: fuera esa bandera. Pero la bandera no se arrió. Sigue ondeando mientras escribo.

De modo que donde estamos es, exactamente, en ese plano televisivo. El Valido pronunció ayer el primer discurso de investidura de la República. Su ignorancia del marco legal autonómico fue absoluta. Así conceptos como negociación estuvieron ausentes. Catalunya ya no tiene que negociar nada con nadie. Ni siquiera con los catalanes. Muy animoso, el Valido dijo que entre sus prioridades estaba la construcción del corredor mediterráneo y la lucha contra el cambio climático en la que Cataluña ya era pionera. A pesar del tono grave y a ratos solemne con que iba desgranando sus propuestas y de los sorprendentes esfuerzos de la oposición por tomárselas en serio el Valido no dio señales convincentes de moverse en otro territorio que no fuera el de la ficción. O si se quiere algo mas sofisticado: adoptando un enfoque funcionalista como si fuera, en efecto, el Valido del Presidente de la República. Sin embargo, ahora tiene una oportunidad indiscutible de demostrar que la República y él mismo existen, ofreciendo a la televisión pública, y con ella al ancho mundo, la imagen fundacional del nuevo régimen. Dentro de pocas horas el 155 decaerá por el automatismo constitucional español. Será entonces el momento de que el Valido demuestre que está bien de la azotea y justo allí arríe la bandera española del mástil.

Mientras tanto, unos minutos de publicidad.

VEAN LOS contraplanos de Quim Torra que ofreció la señal del Parlament durante las intervenciones de Inés Arrimadas en la sesión de investidura. Torra es un hombre en paz consigo mismo y por eso se da el lujo de la disculpita, la peor de las disculpas, aquella que comienza por responsabilizar al destinatario de la ofensa: «Si alguien se ha sentido ofendido…». Diez veces le han preguntado por su opinión acerca de los españoles y diez veces confirmó con su silencio que todo lo que opina de ellos ya lo tiene por escrito. En lenguaje recto, sencillo y zoológicamente preciso.

En España se ha mentido tanto, se ha malversado tanto el lenguaje, que el gran problema de la política ya no es la falta de credibilidad sino algo todavía más extremo: la incredulidad. Ya nadie se cree lo que dice nadie. A Quim Torra no le cree nadie, igual que nadie creyó a Carles Puigdemont ni a Oriol Junqueras ni a Artur Mas ni a Jordi Pujol.

La historia reciente de Europa es la de las amenazas desatendidas del nacionalismo. La de Saint John Perse confesando al regresar de Múnich tras lograr una prolongación de la paz –que era un aplazamiento de la guerra– que se sentía tan aliviado como si se lo hubiera hecho en los pantalones. Como a España todo llega tres cuartos de siglo más tarde, hay quien todavía se plantea que es asumible el gobierno de quien considera que la mitad de sus vecinos son «ciudadanos trasplantados, impermeables al latido milenario de la tierra donde respiran».

El presidente Rajoy ya ha sentado doctrina: sólo atenderá a los hechos de Quim Torra y no a sus palabras. Como si las amenazas no fueran un hecho elocuente y como si los hechos del nacionalismo en Cataluña no hubieran desfilado con disciplina marcial detrás de las palabras.

Torra construirá su presidencia sobre los dos lemas que condensan toda la insidia nacionalista: un sol poble y els carrers seran sempre nostres. Así lo ha prometido y ha demostrado que le tiene tan poco miedo a un enfrentamiento civil que le ha ofrecido oficialmente a la Cup el papel de paladín de esta segunda etapa del procés: «Manteneos alerta por si caemos en la tentación del autonomismo; levantad la bandera roja, porque nos estaríamos equivocando».

Su pensamiento no es ninguna anomalía histórica, es lo que queda del nacionalismo cuando lo despojas de refinamiento político. La guerra, en fin, como ya advirtió François Miterrand. Quim Torra es exactamente lo que dice ser. Créanle. Y quien pudiera sentirse ofendido: disculpitas.