Arte de presunción

EL MUNDO  25/11/16
SANTIAGO GONZÁLEZ

Lo más jodido del caso Barberá es ese asunto que tanto se invoca en todos los casos de corrupción: la presunción de inocencia. Dice el artículo 130 del Código Penal que las responsabilidades penales se extinguen en una serie de supuestos, el primero de los cuales es la muerte del reo. Tanto más extinguida cuando el reo ni siquiera ha llegado a la condición de tal; no es que la responsabilidad se extinga, sino que no ha llegado a concretarse. Sólo Garzón se atrevió a impulsar un sumario contra un general Franco que ya era difuntísimo desde hacía 32 años.

El Gobierno que le era más próximo a Rita Barberá, («éste es un Gobierno amigo», decía Tierno Galván para referirse al PSOE), creía que el momento adecuado para ajustar las cuentas a los corruptos propios era la apertura de juicio oral, pero ¿qué iban a hacer, si Albert Rivera exigía la cabeza de Rita Barberá para aceptar a Rajoy como presidente? Es la realpolitik, la vida misma. El asunto es que el sacrificio de la que fue alcaldesa de Valencia desborda esos límites y ha adquirido una dimensión moral que se les ha caído encima a sus compañeros, como un espejo atroz que les devuelve una imagen deformada de sí mismos, la cara de culpable que se les pone cuando son iluminados por Podemos.

Rita Barberá era una de los suyos y eso explica el aire groggy que desde la mañana del miércoles tiene el presidente del Gobierno. No es cierta la descalificación grosera (casi todas las suyas lo son) en la que Pablo Iglesias mostró la puntita de su miseria y su inanidad intelectual, al calificar de homenaje el minuto de silencio que él negó a la finada, «cuya trayectoria está marcada por la corrupción», prueba evidente de que el chisgarabís no distingue la anécdota de la categoría.

La trayectoria de Barberá está marcada por algo que no ha conseguido ningún otro responsable de una institución en España: cinco mayorías absolutas consecutivas y una cuenta de resultados que puede verificar cualquiera que conociera Valencia antes de 1991 y haya vuelto a ver la espléndida ciudad en que se convirtió durante sus seis mandatos como alcaldesa, el primero en coalición con Unión Valenciana. Iglesias tendrá ocasión de comparar con el balance de sus alcaldes: las Carmena, Colau, ‘Kichi’, Santisteve y sus mareas, extensiones y postizos.

Uno comprende el mosqueo de la familia con el PP, pero no acaba de compartir su decisión de privatizar el duelo. Por más que este país de calceteras haya jaleado el paso de la carreta, por más que las hemerotecas regurgiten las declaraciones de los Hernando, Maroto y tantos otros dirigentes, tan radicalmente transmutadas en expresiones de afecto tras la muerte, ella tenía derecho a un funeral a la altura de su trayectoria. Las presunciones de culpa sobre las que había empezado a interrogarla Conde-Pumpido se quedaron en embrión. Valencia se lo debía; también cuantos consideramos que el futuro de las instituciones y la vida democrática no pueden estar marcadas por los más bajos instintos y la burricie de la chusma.