El Correo-MANUEL MONTERO

Que las cuestiones secundarias tengan la capacidad demoledora que están demostrando indica la fragilidad de la situación en la que vivimos

La vida política española se ha convertido en una especie de folletín melodramático por entregas. En este género lo importante no es el resultado final –que el lector da por supuesto y que está relacionado con la lucha del bien y el mal– sino el entramado rocambolesco, cuando un amorío despechado reclama venganza o el cuñado del protagonista no consigue escapar de su pasado.

Así, asombra el contraste entre nuestras necesidades y la política con que se afrontan.

Vivimos en la cresta de la ola o al borde del precipicio, ya se verá –un «momento histórico», dicen–, pero nuestro destino se dilucida en cuestiones que normalmente suelen entenderse como secundarias. A primera vista, nuestra situación política da en crítica: quiebra del bipartidismo –que parece irreversible, pese al esfuerzo de algunos emergentes por fracasar en su intento–, relevo gubernamental mediante el inusual procedimiento de la moción de censura, un pacto tipo Frente Popular (de las sedicentes ‘fuerzas de progreso’, si quieren), la crisis catalana de nunca acabar…

La coyuntura requeriría de decisiones de envergadura, liderazgos que merecieran tal nombre y debates de cierta altura, pero la realidad va por otro lado. Los asuntos marginales han pasado al primer plano, lo inundan todo y da la impresión de que el próximo futuro (y lo que vendrá después) depende de cómo vaya una trama modelo vodevil.

Llevamos cuatro meses de Gobierno que se están haciendo una eternidad y no hay una exposición programática que merezca tal nombre ni respuestas consistentes de la oposición, que también lleva lo suyo. Todo gira en torno a los ‘títulos’ del ‘jefe’ del PP –se libra de la quema, pero evidencia que no fue un portento en los estudios, aunque sí espabilado al aprobar de extranjis–, el máster de la ministra, los negocios pretéritos del ministro que cayó a la primera, la tesis del presidente, la conversaciones de la ministra con el comisario, las ventas a Arabia sin querer, la forma de saltarse al Senado…

Todo ello tendrá interés sumo, pero ninguna de estas cuestiones que nos sobresaltan puede considerarse que definan los problemas sustanciales que hoy están planteados. Ni siquiera tiene tal carácter la (eventual) exhumación de Franco, aunque sí importancia y peso ideológico.

Del tema catalán podría decirse otro tanto: que va por la tangente o por los cerros de Úbeda. Por el lado independentista todo se desplaza hacia lo simbólico. Quizás creen que cuando no quede un centímetro catalán sin su lacito amarillo ya habrán conseguido su objetivo. Y el Gobierno parece optar por la vía amorosa, abrazar a los disidentes, sin explicar si es por su buen corazón, por alguna estrategia o por acuerdos de la moción de censura. Deberían aclarar urgentemente la cuestión.

Lo marginal lleva a inconsecuencias sobre la cuestión catalana. Algunos ministros donde dijeron digo dicen diego. Lo explicó Madame de Staël: «El hombre pasa fácilmente de una opinión a otra cuando así lo exige su interés», pero convendría disimular el volatín.

Por si fuera poco, da la impresión de que parte del PSOE se creía lo que decían en la oposición, que el lío independentista se debía a la ineptitud del PP, por su convencimiento de que todos nuestros males se deben a la derecha. Sin negar ineptitudes, siempre fue una lectura chocante, habida cuenta de la agresividad independentista. Parecía un lema sin más enjundia que mantener la moral de los suyos, salvar la cara al menguante PSC y fustigar al PP, sin que cupiera pensar que tal simplismo constituyese base para política alguna. Asombra que lo repitan desde el Gobierno…

Nos movemos en la ligereza, pero no hay que suponer que la liviandad nos librará necesariamente del desastre. A lo tonto, pueden precipitarnos en cataclismos sin fondo. Por ejemplo, por salvar unos presupuestos destinados al fracaso cabe que el PSOE enmiende todo lo que significó el 155, pese a apoyarlo en su día: el interés guía la opinión. Otro ejemplo del peligro implícito en las naderías: la propuesta presidencial sobre cambiar la Constitución para cargarse los aforamientos. Entre la cantidad de cosas enmendables en el texto no parece una prioridad. Lo asombroso del caso es que la propuesta sonó a improvisación para lograr un respiro en el permanente viacrucis gubernamental. Se anunció en un mitin de partido –el sitio menos apropiado para proponer reformas constitucionales–, después se descubrió que ni habían estudiado la propuesta –¿quedaría exenta la corrupción!–.

Demuestra que la política ha llegado a tal deterioro que pueden proponerse cambios constitucionales sin estudiarlos, sin consensos previos y quizás como ariete contra los otros. Exactamente lo que nunca debiera suceder, si queremos escapar de las políticas autodestructivas. También resulta insólito que la presidencia piense que es posible abrir cambios constitucionales limitándolos sólo a esta cuestión comparativamente secundaria. Resulta obvio que seguirían otras reformas que, siendo necesarias, convendría que fuesen meditadas, sopesadas y sabiendo a dónde se va.

El debate ha sido sustituido por el espectáculo de los mandos al borde de la dimisión por cuestiones marginales: por sus descuidos del pasado o por parraplas.

Que nos hayamos instalado en los espacios marginales de la política y que los asuntos secundarios tengan la capacidad demoledora que están demostrando indica la fragilidad de la situación en la que vivimos.

Si te sientas encima de un barril de pólvora es posible que te estalle con sólo una chispa.