Aténgase el que atente

EL MUNDO 06/02/17
CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO

El 10 de octubre de 1934, Josep Pla resumió para La Veu de Catalunya el fracasado intento de Companys de instaurar un Estado catalán: «Hemos vivido en estos últimos días el movimiento subversivo más extenso y más profundo, quizá, de nuestra historia contemporánea […]. Los hombres de Esquerra, que gobernaban en la Generalitat de Cataluña, a pesar de la magnífica posición de privilegio de que disfrutaban dentro del régimen, privilegio que no había conocido nunca ningún partido político catalán, han creído que tenían que jugar su suerte a la política de los hombres más destructivos, más impopulares y más odiados de la política general. Se han equivocado, y lo han pagado caro. Han comprometido, sobre todo, lo que tendría que haber sido sagrado para todos los catalanes de buena fe: la política de la Autonomía, el Estatuto de Cataluña. No nos corresponde a nosotros emitir un juicio histórico sobre esta oligarquía que desaparece. Diremos sólo que Cataluña sigue con su historia trágica, y que sólo eliminando la frivolidad política que hemos vivido últimamente se podrá corregir el camino emprendido».

Los historiadores se excitan ante los paralelismos trágicos. Son la constatación de la importancia de su oficio: sólo la memoria impide la reincidencia. Lean el debate entre Azaña y Ortega sobre el Estatuto catalán de 1932. Zapatero y Rajoy, déjà vu. Y ahora estas palabras de Pla, que iluminan su presente y el nuestro. Entonces fue Esquerra, hoy es Convergència. Frívola y agonizante oligarquía, ha malversado su posición de privilegio, se ha entregado a un partido destructivo y es la responsable de que Cataluña pueda perder su autonomía.

Artur Mas se defenderá hoy al ataque. Dirá que el Gobierno español no movió un dedo para impedir lo que Rajoy y el ministro de Justicia llamaron «un simulacro de consulta sin consecuencias jurídicas» y que, por tanto, la postrera actuación de la Fiscalía tuvo motivaciones políticas. Es verdad. El Gobierno sólo reaccionó cuando comprobó el fracaso del apaciguamiento. Cuando recibió el reproche de los ciudadanos desamparados. Rajoy siempre ha creído que la pasividad propia garantiza la ajena. Nunca ha entendido que el nacionalismo es delirio en movimiento. Nunca ha confiado en la fuerza política y pedagógica del Estado. Ahí sigue Soraya, como la viuda Juana, paseando el diálogo muerto por los pueblos de España. Pero la realidad se impone. El conflicto entre el separatismo y la democracia ha entrado en su fase final. Empieza el sprint hacia el muro.

El viernes, preguntado por sus planes frente al desafío secesionista, Rajoy contestó: «No avanzaré acontecimientos ni diré qué haremos y qué no haremos». Los sediciosos se permiten todo tipo de fantasías sobre el alba de la independencia. Pero en cuanto la ley se permite el más mínimo relato realista, el escándalo se desencadena. Ignoremos el griterío. Asumamos que el azar puede provocar giros inesperados y, por supuesto, imprevisibles. Y por un momento imaginemos que el Gobierno aplica el artículo 155 de la Constitución.

Artur Mas es inhabilitado por el 9-N y el presidente Puigdemont convoca para finales de mayo un referéndum sobre la independencia de Cataluña. Lo apoyan Oriol Junqueras, la CUP y Ada Colau, y la ANC llama a la movilización bajo el lema Love democracy. El Gobierno recurre la convocatoria ante el TC, pero también asume su responsabilidad ejecutiva e invoca el artículo 155 de la Constitución. Envía un requerimiento a Puigdemont para que, en un plazo de cinco días, acate la legalidad. Puigdemont se erige en víctima y pisa el acelerador.

El Gobierno responde. Por fin hace caso al jurista Tomás-Ramón Fernández y el Banco de España envía una circular a todas las entidades de crédito: no podrán pagar un solo euro con cargo a las cuentas de la Generalitat sin el visto bueno de un interventor del Estado. Los sueldos de los médicos se pagan. La compra de urnas, no. Transcurridos los cinco días, el Gobierno comparece de urgencia ante el Senado. Presenta una lista de medidas para restablecer la democracia en Cataluña. Son proporcionales a la gravedad del desafío y se actualizarán en función de los acontecimientos. El Senado aprueba la aplicación del artículo 155 por mayoría absoluta. La inteligencia de Javier Fernández garantiza la firmeza del PSOE.

Esa misma tarde, el Gobierno suspende las competencias ejecutivas de Puigdemont. El delegado del Gobierno en Cataluña se convierte en la nueva autoridad política de la comunidad. Deroga la convocatoria del referéndum y anula los acuerdos para su celebración. Junqueras y cuatro consejeros se rebelan y son sustituidos por funcionarios que distinguen entre la defensa de las ideas y el ataque a la legalidad. La nueva responsable de Economía pone fin al uso espurio del dinero de los contribuyentes. La democracia ya no financia su propia destrucción. El nuevo consejero de Educación remite instrucciones precisas a los directores de todos los centros escolares. No hará falta el precinto.

La insurrección se traslada al Parlamento catalán. Forcadell llama a la insumisión. El Gobierno la sustituye como presidenta de la Cámara e insta a la Mesa y diputados a acatar la legalidad. La mayoría separatista mantiene el pulso y acelera la tramitación de las leyes de desconexión. El Gobierno suspende las competencias legislativas del Parlamento. Colau toma el relevo. El Gobierno aplica el artículo 61 de la Ley del Régimen Local: disuelve el Ayuntamiento de Barcelona y nombra una gestora.

Los medios públicos de comunicación catalanes arden en soflamas contra el Estado. Ya no es una payasa la que quema la Constitución en directo, sino los telediarios los que agitan la sublevación. El Gobierno suspende a los miembros de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales y sustituye a los directores de TV3 y Catalunya Radio. Los oyentes ya no serán preguntados si están dispuestos «a impedir físicamente» la actuación de los tribunales.

Encapuchados provocan altercados públicos en el centro de Barcelona. Rompen cristales, queman autobuses y agreden a funcionarios leales a la ley. El director de los Mossos d’Esquadra vacila. Algunos mandos conspiran. El Gobierno coloca al cuerpo a las órdenes del Ministerio del Interior. Los disturbios aumentan. El Gobierno, con el apoyo del Congreso, aplica el artículo 116 de la Constitución y declara el estado de excepción en Barcelona. Los violentos son detenidos y puestos a disposición de la Justicia. Veinticuatro horas después, regresa la calma. Los manifestantes se disuelven. Los turistas lo agradecen y la burguesía inicia un proceso de introspección. Hay que reconstruir el catalanismo. Hay que abandonar la frivolidad política y corregir el camino emprendido.

El Gobierno tiene razón: «Nunca es tarde para tomar medidas drásticas». Pero hubiese sido mejor aprender de la Historia. Y, sobre todo, comprender mucho antes que la aplicación de la ley siempre legitima al Estado.