IGNACIO CAMACHO – ABC

· La sugestión soberanista está destruyendo la civilidad de Barcelona, arrastrándola hacia una tirantez inamistosa.

Resulta doloroso de asimilar y antipático de decir pero Barcelona no ha estado a la altura de su prestigio. Quizá sus habitantes más sensatos debieran reflexionar sobre el sesgo antipático que el nacionalismo ha estampado en la ciudad al apoderarse fraudulentamente de su carácter colectivo. Por supuesto que fue una minoría, aunque muy visible y ruidosa, la que malversó la manifestación y boicoteó el recuerdo de las víctimas, pero la mayoría no quiso o no logró imponerse a la manipulación soberanista. Y las autoridades que alientan y protegen ese clima de intimidación y ruptura han sido elegidas con el voto de los barceloneses. La democracia tendrá muchos defectos pero al final cada pueblo acaba teniendo el gobierno y los gobernantes que se merece.

Los ciudadanos de una urbe que presume, casi siempre con motivo, de apertura mental y sentido de la convivencia no deberían sentirse satisfechos de la fotografía que se sacaron el sábado. La buena voluntad de tantos asistentes quedó eclipsada por la expresión hostil de un delirio egoísta y ensimismado. El homenaje de respeto a los muertos en el atentado se diluyó postergado en un clima de desafío sectario. Y la solidaridad moral y emotiva de los españoles, simbolizada en la presencia del Jefe del Estado, recibió el áspero desdén de un ultraje xenófobo, de un ingrato rechazo.

Todo eso configura la imagen de un pueblo incapaz de situarse a la altura de las circunstancias, abducido por un liderazgo político incompetente obsesionado por una idea desquiciada. Uno de los aspectos más llamativos del procès es el modo en que la fantasmagoría de la secesión, trufada de posverdades, mitos o simples trolas intragables y desvergonzadas, ha calado en una sociedad instruida, moderna y de apariencia intelectualmente compacta. Ahora sabemos que, además, la sugestión independentista está destruyendo esa civilidad histórica, imbuida de sedicente tolerancia, para transformarla en una malquerencia tirante, inamistosa y, lo que quizá sea más triste, maleducada. Que el mesurado y hospitalario seny catalán se desvanece víctima de la enajenación identitaria.

No, ni Cataluña ni su capital salieron favorecidas en el autorretrato. Ciertamente la adulteración espuria y banderiza de la convocatoria fue cosa de un sector radical estadísticamente minoritario, pero su estratégico protagonismo, consentido y hasta auspiciado, relegó a las víctimas y convirtió la marcha en un acto de agitación y propaganda, en una Diada de ensayo. Hubo más gritos contra el Gobierno que contra los terroristas; el duelo fue preterido y el espíritu de unidad, disipado. La impresión predominante de ventajismo político dejó un sabor de boca amargo. Y muchos españoles convencidos de que Barcelona es la ciudad más abierta, cosmopolita y acogedora del Mediterráneo acabaron con la penosa, desesperanzadora sensación de estar equivocados.