Francisco Rosell-El Mundo

Con el discurrir del tiempo, como los buenos caldos, la figura carismática de Josep Tarradellas, primer presidente de Cataluña tras la restauración democrática, se agiganta comparada con algunos de los pigmeos que le sucedieron en el cargo. A ello contribuyeron sus indudables dotes de estadista –lo demostró a la salida de su crispada entrevista con Suárez en La Moncloa en octubre de 1977–, su sentido institucional y su visión integradora desde la intuición certera de que Pujol emprendería el camino de la ruptura con España.

Ello le granjeó respeto y estima dentro y fuera de Cataluña. Nunca olvidaría el día en el que, acompañado de su mujer, entró en un restaurante de Segovia y los comensales le dispensaron, puestos en pie, una ovación de aúpa a quien tenía bien claro que, en política, se podía hacer todo menos el ridículo. Era, desde luego, un hombre de otro tiempo, con la lección aprendida de haber vivido la Guerra Civil y el exilio.

Queda para los anales la reprimenda que le propinó al senador Xirinachs –el iluminado cura escolapio que transitó del pacifismo al independentismo revolucionario– por presentarse en su despacho como Dios le dio a entender. Al verle con pinta de montañero, Tarradellas le espetó: «Mosén, cuando regrese de la excursión, tendré mucho gusto en recibirle». Es lo que debía haber hecho, y no por un asunto de etiqueta precisamente, sino de más enjundia y fuste, el presidente Sánchez con el de la Generalitat, Joaquim Torra, cuando apareció el lunes en La Moncloa con ese lacerante lazo amarillo que insulta a los españoles y denigra su Estado de derecho. ¿Alguien imagina a algún otro jefe de Gobierno permitiendo que se veje de manera tan infamante al Estado que gobierna y a él mismo como anfitrión?

Habiéndose hecho tantas analogías para la ocasión con el histórico encuentro entre Suárez y Tarradellas, nadie imaginaría a uno atildado de provocador de opereta y al otro transigiendo con fantochadas. Por contra, Sánchez no sólo no se lo afeó sino que desplegó la alfombra roja para dar la bienvenida a aquél al que tenía por el «Le Pen catalán» y cuyos mendaces escritos supremacistas inhabilitan para el ejercicio de cargo público en cualquier otro lugar de Europa. Empero, dado que debe su cargo al voto favorable del independentismo, a Sánchez sólo le faltó ordenar a la Guardia Civil que le rindiera honores, salvo que temiera un plante por este trágala. Como dice Stathis Kalyvas, autor de La lógica de la violencia en la guerra civil, la conversión de los críticos en apologetas es siempre un fascinante espectáculo

Sea por puro teatro o por deslumbramiento pasajero con Torra, Sánchez parece remedar la confidencia que Chamberlain le participó a su hermana Ida sobre Hitler cavilando que se conformaría con un trozo de Checoslovaquia: «A pesar de la aspereza y el carácter implacable que deduje de su rostro, tuve la impresión de que se trataba de un hombre en quien se podía confiar una vez que había dado su palabra».

Ya se sabe que la condición humana tiende a pensar que lo que acaece a otros no le va a suceder a uno y que los antaño desleales ahora serán fidedignos. Prefieren engañarse sobre la naturaleza traicionera del escorpión y en que los conflictos no se eluden, sino que se aplazan con ventaja para los otros, como subrayó Maquiavelo para aviso de príncipes y gobernantes.

De una tacada, en estos días de julio, el Gobierno ha atendido libramientos a los separatistas por el procedimiento de pronto pago. Así, ha acercado los presos independentistas a cárceles de Cataluña, gobernadas por subordinados de los reclusos; ha municionado su canal de agitación y propaganda (TV3); ha restablecido la red de oficinas en el exterior desde la que se desprestigia a España e incluso la ministra de Educación, Isabel Celaá, niega las denuncias sobre adoctrinamiento en las aulas catalanas y dice que son un modelo a imitar.

En este allanamiento al soberanismo, se entiende que el presidente se refiera elusivamente al golpe contra el Estado del 1 de octubre aludiendo a «los hechos sucedidos en el último trimestre del año pasado», y que le parezca bien que el prófugo Puigdemont sea juzgado por un delito menor –malversación, en vez de rebelión– en España.

Asume la tesis del Tribunal alemán de cuyo nombre mejor no acordarse que, en vez de aplicar la euroorden, burla el principio de reconocimiento mutuo entre instancias judiciales de la Unión Europea y le enmienda la plana al Supremo español hasta extremos rayanos en la humillación.

Si España no se respeta ni se hace respetar –como haría Alemania en caso de que el presidente de Baviera propiciara una asonada y huyera a Mallorca– no puede pretender que lo hagan otros países cuando, además, su presidente confraterniza con un declarado golpista y le da trato de socio preferente. Adaptando el viejo adagio, quod natura non dat, Salmantica non praestat.

Mucho menos cuando parece resuelto a blanquear al independentismo y a despenalizar la rebelión de octubre por medio de maniobras orquestales a las que, por ahora, se resisten los fiscales, alineados con el juez Llarena, en su defensa del Estado de derecho. El problema principal de España no es tanto el secesionismo como que carece de gobernantes que la defiendan. De no ser por el Rey y por los jueces, todo estaría perdido; de ahí que se ponga en jaque a la Corona y a la Justicia. Mientras, el Gobierno se desentiende, cuando no transige con que se las insulte y vilipendie en su cara, como hizo Torra en los salones de La Moncloa, al disponer como un señor feudal si Don Felipe puede viajar o no a Cataluña.

Con relación al golpe del 1-O, y visto lo visto, quizá convenga hacerse una reflexión del tenor de la que, al cabo de los años, efectuó Vernon Walters, ex director de la CIA, sobre uno de los episodios de mayor tensión de la Guerra Fría entre EEUU y la URSS. «Mucha gente pensó –razonaba el alto funcionario– que Kennedy ganó en la crisis con Cuba. No ganó nada. Jruschev dijo una vez que ‘no puse los misiles en Cuba para atacar a EEUU. Puse los misiles para mantener a Castro en el poder’. Si Castro siguió en el poder, ¿quién ganó?». Mutatis mutandis, si nueve meses después del 1-O el independentismo se perpetúa en el poder y supedita la política española a sus impedimentos, la conclusión es palmaria.

Ningún Gobierno de la democracia había sido tan débil –sólo el de Suárez en vísperas del golpe de Estado del 23-F– como el de Sánchez, con sus 84 escaños deudos de los prestamistas. Está sometido a los designios de aquellos que quieren destrozar España, como Suárez lo estuvo al albur del tricornio y la guerrera verde, quienes querían expropiársela al pueblo soberano.

Cada minuto que Sánchez permanece en el poder en estas circunstancias, el Estado pierde músculo parasitado por garrapatas con derecho a escaño de diputado. Estos sablistas actúan con la imperturbabilidad de saber que al otro lado de la cuerda no tira nadie y arramplan con todo lo que pueden. Con el goce de lo conseguido, crece su insaciable deseo.

En ese brete, Sánchez desvía la atención poniéndolo todo patas arriba y sembrando el desconcierto por medio de globos sondas y titulares de fogueo a cual más sorprendente y disparatado. Al tiempo, descarga toda la responsabilidad del problema catalán en el PP y equipara su conducta a la del radicalismo independentista, tejiendo otro cordón sanitario a su alrededor a modo de versión actualizada del Pacto del Tinell de Zapatero, con Iceta nuevamente de muñidor, a la par que hurga en los complejos adolescentes de Ciudadanos.

No en vano, ambos partidos, si despabilan –víctimas ambos de la moción de censura, uno por incapacidad y el otro por errores de bulto–, podrían capitalizar el descontento. De momento, eso sí, el Gobierno se beneficia del consuelo que muchas veces hallan los pueblos con únicamente variar de manos el poder, al igual que el enfermo de dolencia larga se conforta con sólo mudar de médico.

«Empieza una nueva época en la historia, y ciego será el que no lo vea», observó Goethe tras el desenlace de la batalla de Valmy (1792) en la que los revolucionarios franceses derrotaron a las tropas austroprusianas. En la aurora de Valmy, vislumbró el mundo por venir y que, en el caso español, es un retorno al mundo de ayer. Con frecuencia, tratando de evitar errores pretéritos, se cae de bruces en otros mayores. Mucho más cuando se adopta la ceguera voluntaria de príncipes de la paz como Godoy o Chamberlain, que terminan devorados –y con ellos sus gobernados– por fieras que supusieron poder domeñar.

Como atestigua el cuadro alegórico de la Academia de Bellas Artes de San Fernando que muestra el momento en que Carlos IV recibe la paz de manos de Godoy, esos supuestos pacificadores ciñen sus sienes con laureles pasajeros que acaban convertidos en sangrientas coronas de espina.

Por eso, a Sánchez no le queda otra que jugárselo a la ruleta rusa de las elecciones y confiar en mantenerse en el poder. ¡Qué razón tenía el poeta cuando proclamaba que el sabio jamás tiene sueños tan bellos como el loco!

Sánchez embarca al PSOE en un proceso que le permita ir a unas elecciones disponiendo de las mejores bazas en el bolsillo, amén de unas repletas alforjas electorales para el camino, para timonear una España con dos sistemas. Uno para Cataluña y el País Vasco de semiindependencia financiada por todos los españoles, y otro en el resto, si estuvieran dispuestos a consentirlo.

De prosperar ese modelo asimétrico, se quebraría la ya de por sí fraccionada igualdad constitucional y dejaría en almoneda la legítima aspiración de todo español de que «aquí no hay nadie que sea más que nadie», como fulge en el escudo en piedra de la villa segoviana de Sepúlveda.

Hoy por hoy, salvo que se sea un fanático de la causa gobernante o un iluso, resulta imposible ser optimista, por más que los dirigentes y sus terminales mediáticas se empleen en mentir como si fueran a engañar a alguien. Ello propicia, no obstante, la felicidad de las abejas que, encerradas en la seguridad de su celdilla del panal, degustan su libertad de vuelo corto.

Todo ello, claro, merced a la gracia de un aspirante a Príncipe de la Paz como Sánchez que obligará a España a tener que exiliarse de sí misma sin que nadie le inquiera su opinión, al igual que al trashumante ganado lanar que recorría las veredas y cañadas reales tampoco le preguntaron sobre la disolución del Concejo de la Mesta en 1836, tras tres siglos de existencia.

Desde luego, los costes de su abrazo con los independentistas pueden ser, a la postre, más altos y perniciosos que los de aquella célebre Paz de Amiens. En vez de frenar a Napoleón, le dio alas para invadir España a galope tendido de su caballo favorito hasta que se alzó el pueblo español en defensa de su independencia e integridad territorial.

Seguro que, cuando emerjan los daños irreparables de su inconsciencia, Sánchez se encoge de hombros y exhibe la feliz ignorancia de aquellos que se sorprenden de que una chispa contenga todo el infierno. Es la inconveniencia de que uno se crea sus propias mentiras para sostenerse en el poder.