ARCADI ESPADA-El Mundo

EN EL siglo XX un taxista era un transportista privado que te dejaba en lugares a donde querías ir y a los que, frecuentemente, no sabías ir. Tenía grandes ventajas sobre los transportes colectivos y el coche privado que es ocioso describir. A ningún ciudadano se le ocurrió empezar a hacer de taxista hasta que sucedieron dos cosas. La primera fue la invención del gps: aquel aparato tenía la cabeza aún más gorda y conectada que los cabbies londinenses. La segunda fue el teléfono móvil: ya no era necesario llevar una lucecita verde en el techo. A ese tipo de novedades se les llama de muchas formas curiosas en otro tipo de negocios. Por ejemplo: periodismo ciudadano. Otra competencia le ha salido al taxista del siglo XX, al margen de los que le discuten directamente su monopolio: el cruce entre la electricidad y el carsharing. Smarts, bicicletas y patines que se cogen y se dejan están cambiando las ciudades: baste ver la cada vez más misteriosa señalización del asfalto. Y, en consecuencia, están cambiando el presente de los que viven de ir de un lado a otro. En cuanto al futuro para qué hablar: una de las ventajas de los coches sin conductor será que las agresiones de algunos taxistas ya no pondrán en riesgo a las personas.

Como cualquier otra transformación similar la política habría de asegurar el gradualismo y evitar la discriminación entre los viejos y los nuevos actores del negocio. El problema es que la política no actúa siempre igual. Los taxistas se quejan de que su licencia ya no vale lo que pagaron por ella. El grave problema de la oferta y la demanda, desde luego. ¿Pero no actuó también el mercado en las acciones preferentes y el Estado, es decir, yo, por cómodo ejemplo, intervino y pagó? Y qué decir de la política y el sistema cultural. La misma infección de la podemia que hoy alienta a los taxistas y les permite imponer su ley bravucona en las calles alentó en otro momento la economía colaborativa (piratería, en romántico) cuando se propuso –y consiguió– destruir el sistema cultural de un modo infinitamente más salvaje de lo que hayan podido hacer los Vtc con los taxis. Bien es verdad que había razones vigorosas para acabar con un sistema que mantenía las jerarquías y que aún se estructuraba en razón del valor y del sentido de las obras, fueran un libro, un periódico, un disco o una película: con los diques rotos, el agua sucia de la podemia penetró sin resistencia.

Por lo demás es de una rara y melancólica belleza que los taxistas no estén optando por más ley que la energúmena de vociferar que las calles serán siempre nuestras.