JORGE BUSTOS-EL MUNDO

Brenton Tarrant, el carnicero de Nueva Zelanda, no es más que «un hombre blanco común y corriente, de 28 años, nacido en Australia de una familia de clase trabajadora, que ha decidido tomar una medida para asegurar el futuro de su gente». Así se presenta y no dudo que así sea. Nunca dejará de aterrarnos la distancia que separa nuestra visión del fascista, definida por sus crímenes, de la visión que el fascista tiene de sí mismo, definida por la inofensiva retórica de la normalidad. Ese trecho inconcebible desafió la inteligencia de Arendt hasta que no tuvo más remedio que concederle su nombre exacto: banalidad del mal. La guerra digital ha devaluado la semántica del fascismo, pero siempre llega el día en que redescubrimos consternados que un solo nazi es un asunto muy serio, como hoy saben las familias de los 49 ciudadanos australianos que profesaban el credo equivocado para Tarrant.

Cada vez que alguien proponga asegurar el futuro de la gente deberíamos llamar a la policía. Cada vez que alguien presuma de ser una persona normal, incluso mayoritaria, deberíamos pedirle cita en el psicólogo y poner sobre aviso al perito judicial. De la condición «común y corriente» el cuerdo no presume: la sobrelleva mientras se esfuerza por trascenderla en pos del mejoramiento personal. Quien invoca enfáticamente el sentido común suele estar fabricando la coartada para una aberración inminente con la que ha decidido mejorar a la fuerza al prójimo en vez de empezar por él mismo. Todo criminal invoca la virtud, pero solo se la exige a tiros a los demás.

Tarrant es un psicópata, pero no debemos ocultar que es un psicópata politizado. Tenía un plan. Actuó movido por una concreta ideología, que a menudo no es más que la denominación académica del odio. Detrás del gatillo de estos criminales está el permiso del doctrinario. Siempre hay un pensador nacionalista, comunista o supremacista que hace el verdadero trabajo sucio: deshumanizar al objetivo a batir por extranjero, por enemigo de clase, por pertenecer a una raza inferior, por rezar al Dios indebido. El derecho penal acepta hace mucho que no mata el tirador solo. Empieza a matar un discurso dado, y si al individualista numantino le cuesta admitirlo solo tiene que pensar en el yihadista que revienta un mercado o un aeropuerto al grito preciso de Alá es grande. Hay tras ese asesino una maldad estructural, un perverso sistema de ideas que debe combatirse. Cuando alguien califica de «invasión» la llegada de inmigrantes, cuando alguien habla de «terrorismo financiero», cuando alguien llama «gusano» o «puta» al adversario de sigla está haciendo el trabajo sucio de los «comunes y corrientes». Porque las palabras son inocentes hasta que adquieren forma de sentencia en la mente del sicario adecuado.