ABC-JON JUARISTI

Bilbao acomete la transformación arquitectónica de su Museo de Bellas Artes

El día siguiente a la fallida investidura de Sánchez, no se hablaba de otra cosa en Bilbao que de la proyectada intervención de sir Norman Foster y de un arquitecto local en el Museo de Bellas Artes para dotar al viejo edificio sito en el Parque de doña Casilda de Iturrízar, Viuda de Epalza, de una txapela o marquesina aerodinámica que va a salir por cerca de veinte millones de euros, aunque estas cifras, ya se sabe, se disparan o disparatan según la obra avanza. Pero no creo que esto preocupe demasiado a los bilbainitos. Germán Yanke solía contar que, cuando se anunció la construcción del Guggenheim-Bilbao, un autóctono comentó a un amigo: «¿Sabes lo que dicen que va a costarnos el Guggenheim ese?». A lo que el otro contestó: «¡Psch, oye, si mete goles, lo que haga falta».

Me pregunta una amiga por mi opinión sobre el proyecto. No lo tengo claro, le digo. En principio, las anteriores ocurrencias de Foster en Bilbao, no me disgustan. Creo, por ejemplo, que los «fosteritos», las curiosas carcasas transparentes de las entradas al Metro, fueron un acierto. Unos involuntarios monumentos al langostino que le cuadran a una ciudad cuyos vecinos suelen pasar la mitad de su existencia pelando gambas. Pero lo del Museo de Bellas Artes me parece una bilbainada sin justificación posible, aunque es cierto que la gracia de las bilbainadas consiste en que nunca se justifican. Contemplo en la noche el Puente de Vizcaya o Puente

Colgante, y mi hijo madrileño, Íñigo, me pregunta para qué se construyó. «Para que los señoritos de Las Arenas pudieran ir a bañarse a la playa de Portugalete», le respondo. No me cree. Pero así fue.

El edificio del Museo de Bellas Artes no es tan vetusto. Data de 1945, que no era buena fecha para arquitecturas en España. Así y todo, su creador, Urrutia, no desbarró mucho, quizá por aquello de la contención y el clasicismo de la Bilbao del siglo XX. Imitó un poco del Museo del Prado, pero se atuvo en lo fundamental a la estética de la Escuela Romana del Pirineo, de los Ramón de Basterra y Rafael Sánchez Mazas, que adoraban el Parque de Bilbao. Una estética inspirada en la heliomaquia de Eugenio d’Ors. En Urrutia, la mezcla produjo un edificio sobrio, escueto, con un toque falangista, es verdad, pero sin ampulosidades mussolinianas. Quedó una cosa muy agradable.

La idea de camuflarlo bajo una boina fosteriana no me entusiasma. A lo mejor sale bien, y, en cualquier caso, ya dejé de pagar hace tiempo mis impuestos a la Hacienda Foral de Vizcaya, lo que me priva del derecho a protestar. Pero no del de sostener que los vascos en general se permiten estas alegrías ornamentales gracias a una fiscalidad privilegiada que repercute en todos los contribuyentes españoles, ¿me explico?

La acumulación de arquitecturas prestigiosas de la posmodernidad en la milla dorada bilbaína, el arco de la Ría comprendido entre los emplazamientos de la casa natal de Sabino Arana y de los astilleros Euskalduna, de sir Ramón de la Sota (es decir, en el nicho maternal y edípico del Partido Nacionalista Vasco) es, pues, un resultado del privilegio. Del homenaje que España rinde a los vascos por el simple hecho de serlo, o sea, de ser una cultura ancestral, una de las pocas culturas ancestrales del mundo, como ha recalcado el lehendakari Urkullu estos días en el festival internacional de folclore de Portugalete, donde ha intercambiado banderines con chamanes amazónicos o de por ahí cerca. Lo que no impide sumergir Bilbao bajo torbellinos de Gehry, torres de César Pelli o boinas de sir Norman Foster. No todo corre a costa del Concierto Económico, es verdad, pero sin él nada sería posible. Oye, si mete goles…