FRANCISCO SOSA WAGNER-EL MUNDO

El autor emplaza a los diferentes líderes a abandonar en esta campaña el camino del desdén por el contrario y las propuestas irrealizables para recuperar la claridad de las ideas y los medios para hacerlas realidad.

FUE LUIS JIMÉNEZ de Asúa, catedrático prestigioso y diputado socialista en las Cortes de la II República, quien dejó escrito: «El auténtico político no es el que pone su vela al viento de la opinión pública enconada por las pasiones y corre ante ella recibiendo fáciles aplausos sino el que se para firme, detiene con un gesto al pueblo en extravío y serenamente le encauza después de decirle con voz recia: ‘No tienes razón’».

Parece, en la actual circunstancia, como si nuestros políticos, quienes están al frente de las formaciones más relevantes, hubieran leído estas palabras sabias para hacer justamente lo contrario. Sería el texto de Asúa una especie de partitura puesta en el atril al revés, es decir, para aprestar los instrumentos y tocar sin seguir ni uno solo de sus signos musicales.

Porque es el caso bien visible que viven literalmente enganchados –como yonquis– a encuestas manejadas por un arcano de intereses y borrosos designios experimentando ante ellas cada día, a cada hora, sobresaltos de inquietud o entusiasmos líricos de alegría.

Con ser esta actitud nefasta, aún es peor la de prestar la misma atención a lo que circula, como boñigas por alcantarilla, a través de las redes sociales donde farfullan gentes tan ligeras de equipaje intelectual y de sindéresis argumental como plenas de odios y ruindades. Yo diría al político aquejado por esta enfermedad que arruina su buen sentido aquello que dejó escrito el poeta: «Inútilmente interrogas desde tus párpados ciegos ¿qué haces mirando a las nubes, José Hierro?».

La política es siempre –y más en tiempos convulsos como los que vivimos– pensamiento y acción. Por eso para conducirse con dignidad por sus enrevesados meandros el instrumento a llevar siempre a mano es la brújula. De manera que ahora, cuando se abre la carrera electoral, yo prohibiría a quienes aspiran a determinar nuestras vidas el móvil y les regalaría una brújula para que su aguja imantada les indique siempre ese norte magnético que significa la claridad de las ideas que se defienden y los medios éticos que han de ponerse a su servicio para hacerlas realidad. La brújula como «desván del entendimiento» que diría Gracián. ¡Ah, don Baltasar, cuánta falta nos hace, salga de su sarcófago!

Digo esto a sabiendas de que quizás hablo a oídos sordos porque todo parece indicar que quienes tienen la responsabilidad pública están creando –con lamentable tesón– un ambiente, de un lado, desapacible por lo elemental y, de otro, mefítico por las emanaciones venenosas que desprende. Inadmisible en definitiva para quienes desean conservar la sensibilidad y el buen criterio, es decir, para quienes quieren –queremos– ser no simplemente seres humanos sino personas, ciudadanos con sus entendederas intactas para asimilar mensajes serios y razonados, no palabras confitadas.

Lamentable es que a estas alturas se estén todavía lanzando como proyectiles arrojadizos los conceptos de «izquierda» y «derecha» no como una evocación a antiguas convicciones ideológicas –respetables aunque hoy periclitadas– sino simplemente como insultos.

Oímos a B decir que no va a pactar con A y a C que no lo hará con J. Y así un día tras otro, un informativo tras otro, una entrevista tras otra. Pero ¿alguien se pregunta qué hay detrás de esta cháchara? ¿alguien nos explica qué se propone hacer A con la factura de la luz o J con el desbocado incremento de la deuda pública? ¿O todos ellos en el endiablado escenario internacional? Llegaremos a los debates televisivos y lo que retendremos, porque se pondrá en ello énfasis, es el insulto grueso: volarán las palabras «desleal», «traidor», «corrupto», «extrema derecha»… No son voces, son ecos que cansan, ecos toscos, grises, sonsonetes de desabrimiento. Desde luego nada ejemplares.

Padecemos la degradación de la democracia cuando el Gobierno, que ya está en la rampa de salida, se dedica a agasajar los bolsillos de los votantes regalándoles una rebaja de impuestos, una subvención, es decir, prometiéndoles un halago por aquí, un cariñito por allá. La misma ministra del ramo nos ha anunciado con inaudito descaro: «Estén los españoles atentos a la información del Consejo de Ministros de aquí a las elecciones porque en cada una de sus sesiones van a encontrar una sorpresa agradable». Y lo dice sin rubor alguno quien encima cree estar representando la «pureza izquierdista»: esa misma persona trata a sus votantes como unos avaros preocupados tan solo por la limosna que les va a proporcionar un Gobierno mendigo de su voto. Como si no supiéramos que la prodigalidad –tan interesada– es partera de la demagogia.

Se dice que los políticos de la Restauración compraban los votos y estudios históricos existen que aportan testimonio de ello, pero aquellos señores financiaban la operación con los duros que salían de sus bolsillos. Estos lo hacen con descaro con los fondos públicos puestos al servicio de su perpetuación en el poder de cuyas mieles quieren vivir hasta el hartazgo patológico.

A esta práctica la llaman los politólogos alemanes Gefälligkeitsdemokratie, una expresión despectiva que significa democracia de favores, democracia degradada a la búsqueda del fácil aplauso de unos ciudadanos a quienes se considera –como he adelantado– viciosos de sus problemas personales, enquistados en aquello que les beneficie de forma directa y perentoria, ajenos a todo lo que puede significar poner la vista en el horizonte del interés general.

Sépase que esta forma de comportarse conduce a la pérdida de la decencia, a la expulsión del recato de las prácticas sociales y a que la honestidad huya despavorida y avergonzada.

La brújula para orientar una campaña electoral respetuosa de los ciudadanos mayores de edad, para que no se convierta en un runrún de moscardón y en cátedra del chisme malintencionado es explicar los renglones de la gobernación y así procederá recordar –por si algún político lo ha olvidado– que disponen de un privilegio del que no disfruta la mayoría de los ciudadanos: el del altavoz. Porque desde la Revolución francesa hasta acá muchos se han preocupado de realzar, explicar, analizar y destripar el derecho a la libertad de expresión. Pocos han reparado lo suficiente en su complemento inexcusable: la libertad de altavoz. Expresar la propia opinión en torno a una paella familiar es meritorio, cuando se hace con galanura e ingenio, el problema es que carece de la difusión adecuada. Nadie se entera.

Pues bien, esta prerrogativa, la de poder decir lo que se piensa y que lo escuchen miles y miles de personas, es algo que goza el político casi en exclusiva. Y ¡con qué generosidad! En los periódicos, en la televisión, en las intervenciones múltiples y en los atriles variados que se ponen a su disposición…

TAL PRIVILEGIO ha de tener, claro es, su peaje: utilizarlo como instrumento de pedagogía. Para enseñar la dificultad de los empeños en que la política consiste; en el inalcanzable objetivo de la felicidad gratuita para todos; que la gobernación de un país complejo, de su economía, de sus servicios públicos, de sus instituciones educativas e investigadoras, no es un escenario de asombros ni un retablo de maravillas. Por el contrario, quien quiere una autopista a lo mejor ha de renunciar a un centro de salud y quien quiere un aumento de sueldo habrá de asumir la subida de la matrícula del chico en la Universidad.

Es decir, que todo no se puede hacer al mismo tiempo, que existen prioridades, derivadas de las opciones ideológicas o de lo que sea, que se pueden y se deben exigir sacrificios para que las generaciones futuras no se encuentren un país esquilmado, un desierto donde no crezca sino la mala hierba de las frustraciones.

Basta pues de emplear el altavoz al que aludo para airear embelecos irrealizables. Y desde luego para desacreditar con la pincelada gruesa o el desdén altivo al contrario y dispensar la desvergonzada lisonja a los propios.

Reléanse las palabras del profesor y parlamentario Jiménez de Asúa con las que abro este artículo. Porque esta pedagogía que predico y me atrevo a encomendar a nuestros políticos, esta pedagogía que expulsaría el guirigay y el desbarajuste, ha de ser un festín para la inteligencia. Una dieta de verdad, de ciencia y de sustancia.

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario. Acaba de aparecer su Novela ácida universitaria. Aventuras, donaires y pendencias en los claustros (Editorial Funambulista, 2019).