Mi liberada:

Como sabes, creo que el ocio, tan malsano según los viejos breviarios, es el principal sustento del apoyo en las calles a los planes del gobierno ilegal. El apoyo no pasa hasta ahora de simbólico. Una revolución necesita revolucionarios y estos días va a verse cuántas personas (personas y no grey mediática) hay dispuestas a perder una hora de trabajo por la estúpida independencia. Pero mi problema hoy es otro. Es el de saber cuántas personas hay en España dispuestas a perder una hora de trabajo (¡o de ocio!) en la defensa del Estado de Derecho. Sobre este asunto circula una teoría blanda y pasiva, que aspira con un punto de empalago a la irreprochabilidad. Los demócratas no tendrían necesidad de movilizarse, porque el Estado ya se moviliza por ellos. La teoría justifica muchas conductas. Por ejemplo, la de mi amiga y patriota L, que pasará el día de la infamia cabalgando. Y es la teoría predilecta de los partidos que no han cumplido con sus obligaciones. Durante décadas ni el Partido Socialista, que es el enfermo bipolar de la democracia española, ni el Partido Popular, cuyos complejos lo conducen con frecuencia al estado de coma, han trabajado por el desprestigio moral, político y cultural del nacionalismo, tarea a la que los obligaba sus elementales convicciones acerca de la igualdad y la libertad. Ni siquiera en este tiempo de fibrilación mediática la movilización se improvisa. Una de las tantas ridículas mentiras del nacionalismo es asegurar que sus movilizaciones son espontáneas. No lo son por ausencia de convocatoria, que la hay siempre y eficazmente replicada; pero, sobre todo, porque desde hace años la sociedad nacionalista está movilizada permanentemente, desde que se levanta para ir a la escuela hasta que se acuesta con el último informativo de la televisión pública.

Sin embargo, y después de 40 años, el éxito de movilización ha sido relativo. El gran trauma silencioso del secesionismo es que solo ha logrado alistar a catalanes de origen, rompiendo definitivamente con su mantra falaz de la unidad civil de Cataluña. La relación entre el voto independentista y la lengua materna (y entre el voto secesionista y la frecuentación de la radiotelevisión pública, que ha analizado el estadístico Albert Satorra) es incuestionable y exhibe, no solo el fracaso del nacionalismo, sino la medida de la irresponsabilidad de un plan de ruptura que no alcanza ni de lejos la adhesión de la mayoría de ciudadanos.

Al otro lado está la que llaman, con una punta de misterio, mayoría silenciosa. Pero como sucede con la movilización nacionalista no hay mayor misterio con ella. Ni la mayoría ruidosa ni la mayoría silenciosa actúan espontáneamente. Se trata de una población, algo más de la mitad de la población, que vive en campo contrario ajeno gracias a la insidiosa labor del nacionalismo pero también gracias a la pasividad de los dos partidos españoles, a los que ahora cabe añadir Ciudadanos, también y sorprendentemente desinteresado en impulsar la movilización de la sociedad civil favorable. La mayoría silenciosa no debe su adjetivo a ninguna especial condición biológica, sino al hecho, claro, puro y simple, de que nadie le ha pedido la palabra.

Es evidente que el constitucionalismo, por su propia conducta no puede competir con el secesionismo en la frecuentación de la calle. Pero otra cosa muy distinta y desmoralizadora es que haya renunciado a trazar un vínculo caliente, emocional con los ciudadanos que en Cataluña están del lado de la democracia. A lo largo de esta semana el nacionalpopulismo ha mostrado su cara más siniestra, que ha incluido la actividad borroka de sus escuadrones. La complicidad insurreccional, al menos por pasiva, de los mandos de la policía catalana, sobre los que es difícil mantener una conjetura de lealtad constitucionalista y los graves errores del ministerio del Interior, que no previó un dispositivo de seguridad propio en la actuación de la Guardia Civil en el departamento de Economía y que envió a cuerpo gentil a la policía a la sede de la CUP, dieron lugar a escenas de humillación y peligro intolerables en un Estado de Derecho. A ellas se añadieron algunos sucesos relativamente menores como el de la bravuconería arrogante de los estibadores del puerto de Barcelona que vocearon su negativa a colaborar en la logística de los barcos que alojarán a la policía. O la ya habitual presión de la turba a los jueces, esta vez frente al edificio donde interrogaban a los imputados del departamento de Economía.

Estos sucesos, que se enmarcan en una estrategia de intimidación del secesionismo, van recibiendo respuestas más o menos eficaces del Estado. La última, la coordinación bajo un mando único de todas las policías que operan en Cataluña. Pero la sociedad civil democrática sigue hablando en voz baja. Y aún es la hora de que los partidos que la representan hayan expresado un mínimo sentimiento de cordialidad hacia las policías, acosados e insultados por el matonismo nacionalista de la misma forma y por las mismas razones que los alcaldes democráticos han sido señalados, insultados y acosados. El Estado tiene el monopolio de la violencia, entre otros contundentes monopolios; pero la acción democrática la comparte con los ciudadanos. Hay una última y delicada responsabilidad que el ciudadano no puede delegar en el Estado. Alude a su propia dignidad política. Esa responsabilidad es un aliento imprescindible de la ley. Y promover y organizar su ejercicio, ¡ese calor de ley!, es una tarea que compete, principalmente, a los partidos, entre otras muchas razones porque son los que traducen en ley la voluntad de los ciudadanos. El encuentro público entre iguales no debe ser del dominio exclusivo de la demagogia populista. Si no defendida, la democracia debe ser celebrada en la calle. Y hasta este momento del Proceso en la calle catalana la democracia solo se pisotea. Es inaudito que a una semana del peligroso 1 de octubre los partidos no hayan convocado en Barcelona, en el centro del acoso nacionalpopulista, una manifestación de celebración democrática que reúna a los españoles libres e iguales de Cataluña y de fuera de Cataluña. Y cuya banda sonora sea Mediterráneo, este himno antixenófobo, que desde anoche suena en Cataluña cual sofisticada alternativa -lo admito, libe: ¡cómo nos hemos de ver!- a las rítmicas, guturales y oscuras cacerolas, ajenas a las armonías complejas.

Y sigue ciega tu camino.

A.