ABC-JON JUARISTI

Pequeña aportación personal al concepto de tardocarlismo (según el maestro Camacho)

EN sus escritos sobre la España del Sexenio, Marx caracterizó a los seguidores de don Carlos como bandoleros. En todas partes, escribió, hay bandoleros, pero sólo en España existe un bandolerismo político: el carlismo.

En realidad, esta ocurrencia del don Carlos comunista no era muy original. Los revolucionarios franceses habían tratado de bandoleros a los vendeanos. Uno de los best-sellers del legitimismo borbónico se titula Une familie de brigands en 1793, novela de 1873, supuestamente autobiográfica, de Marie de Sainte Hermine. En realidad, la escribió un jesuita, Jean Charruau. Probablemente Victor Hugo se inspiró en ella para su Noventa y tres, publicada un año después.

También los orangistas habían colocado el marbete de bandidos a los jacobitas escoceses. Carlistas, vendeanos y jacobitas compartían algunos rasgos. En su mayoría eran campesinos, católicos y pobres. Seguían a reyes sin trono, a curas y a nobles de bajo rango. Portaban escapularios. No eran lo que se dice tolerantes en materia de ideas o creencias, pero lo de definirlos como bandidos parece pura propaganda del enemigo.

Ignacio Camacho considera que los nacionalismos vasco y catalán son formas de supervivencia del carlismo, y es evidente que no se equivoca, aunque su concepto de tardocarlismo (véase su columna del pasado 20 de junio) admitiría algún matiz. El nacionalismo vasco, en efecto, deriva en última

instancia del carlismo, pero a través del integrismo. ¿Qué fue el integrismo? Un carlismo sin Rey. Toda vez que para el carlismo Patria y Rey son la misma cosa, suprimir al Rey del lema tradicionalista implicó la pérdida de la noción de Patria. Sabino Arana, integrista vasco hijo de carlistas, reconstruyó a su modo el lema mutilado «Dios, Patria y Rey» como «Dios y Leyes Viejas» (Jaungoikoa

ta Lagi-Zarrak), que todavía hoy ostenta como lema propio el PNV. El canónigo mallorquín Antonio Alcover, coetáneo de Arana, integrista como este y, como este, hijo de carlistas, lo rehizo de otra forma: «Dios y la Lengua Vieja» (Déu i la Llengua Vetlla). En ambos casos se desvanece la patria común del carlismo y se sustituye por la metáfora de la patria de campanario, vasca o «catalano-valenciano-balear» en el caso de Alcover. De ahí arrancan los primeros nacionalismos secesionistas de la España del XIX.

En el siglo XX ambos secesionismos perdieron el único elemento original que conservaban del primitivo lema carlista. El acelerado proceso de descristianización propició una transferencia de sacralidad desde Dios al proyecto de nación alternativo a España (Euskadi o Catalunya). Es cierto que el PNV ostenta aún el nombre de Dios en su lema (Jaungoikoa), pero es una reliquia desfuncionalizada. Tras la desaparición de las democracias cristianas, el PNV dejó de ser un partido confesional.

¿Qué es lo que conservan nacionalistas vascos y catalanes de sus lejanos orígenes carlistas? En rigor, después de la pérdida, por este orden, del Rey, de la Patria y de Dios, no puede hablarse del carlismo como supervivencia doctrinal. En los secesionismos, el carlismo se ha convertido en una simple referencia étnica, en un avatar de la raza vasca y de la raza catalana que, en el siglo XIX, se opuso con las armas en la mano a la soberanía nacional (o sea, a la España liberal), y, en el siglo XX, se opuso, también con las armas en la mano, a la soberanía nacional (esto es, a la España liberal). De ese carlismo sin Rey, sin Patria y sin Dios, los nacionalistas vascos y catalanes sólo guardan una pretensión de identidad. Como los identitarios europeos para los que el cristianismo ha devenido una mera barrera cultural que oponer a la islamización del paisaje.