IGNACIO CAMACHO-ABC

La independencia de la Justicia no rige sólo ante los otros poderes sino frente a la presión prejuiciosa del ambiente

IGUAL el gasto en la administración de Justicia, que siempre parece insuficiente a tenor de la tardanza de los tribunales, podría ahorrárselo el Estado trasladando los juicios a la calle. Al fin y al cabo es ahí donde se acaban dirimiendo las causas importantes, sometidas a sumarísimos –y literalmente iletrados– veredictos populares. En la España de hoy, las sentencias no acaban en las salas de casación sino en la corte abierta de las redes sociales, que es la instancia última donde se zanjan los debates. No hay carrera togada que supere en saber jurídico a una cuenta de Twitter, cuyos titulares poseen la infusa capacidad providencial de decretar sin margen de error alguno quién es inocente y quién culpable.

Un servidor también cree que lo de esa indeseable «Manada» –hay nombres parlantes desde Homero– fue una violación grupal, al menos en el sentido semántico del término, y tal vez lo siga creyendo hasta que decida el Supremo. Pero ni yo ni los miles de personas que se han manifestado contra el parecer de la Audiencia navarra somos juristas, y la mayoría ni siquiera hemos estudiado Derecho. Nuestra opinión es estrictamente eso: una creencia, un sentir, una idea, incluso un convencimiento, sólo que de naturaleza individual, profana, de legos. Y la justicia, para serlo, necesita otra clase de criterio. El de los profesionales en quienes la sociedad delega para examinar los hechos a la luz de las leyes con una competencia específica adquirida mediante el estudio, la experiencia y el conocimiento. La justicia, como la arquitectura o la medicina, es un proceso técnico. Los que nos dedicamos a otra cosa podemos discutir sus decisiones, faltaría más, pero con el mismo grado de acierto con que evaluamos, por ejemplo, el trabajo de los ingenieros.

Antes de fallar –qué peligrosa polisemia–, los tres magistrados de Pamplona han visto y oído. Han leído informes, calibrado pruebas, interrogado a acusados, víctima y testigos. Han contemplado un abyecto, degradante vídeo. Después se han tomado cinco meses para deliberar, lo que no parece un procedimiento impulsivo. Y al final, conscientes de una presión ambiental cargada de prejuicios, de la existencia de un determinado clima social y hasta político, han emitido una resolución de trescientos folios y un voto discrepante aún más prolijo. Se han pronunciado a contracorriente del estado emocional más extendido. El resultado podrá no gustarnos, pero ese ejercicio de conciencia merece un respeto como mínimo.

El debate sobre la justicia suele enfatizar la necesidad de que sea independiente. Sin embargo no sólo ha de blindarse frente a los demás poderes, sino frente a nosotros mismos, frente a una opinión pública cada vez más intimidatoria e influyente. Frente a esa otra manada de populismo justiciero que en el nombre genérico y demagógico de pretende suplantar a fiscales, abogados y jueces.