JAVIER ZARZALEJOS – EL CORREO

La confrontación sediciosa del independentismo se plantea ya en términos de suma cero y es una prueba para lo que significa la propia naturaleza del Estado

Alos que no estamos dispuestos a que se destruya sin más el pacto constitucional en el que los españoles hemos vivido desde hace 40 años, a los que mantenemos que España no es un accidente sino una nación resultado de un singular proceso histórico de integración, a los que creemos que la Constitución es un logro único que nos hace ciudadanos libres e iguales, la consumación del desafío independentista en Cataluña no nos resulta simplemente una ocasional erupción nacionalista sino el intento de destrucción de nuestra arquitectura democrática.

No, no era un ‘souflé’. Ni parece que la gran idea haya sido la de que «se cuezan en su salsa». Era demasiado optimista pensar que «los empresarios», así en invocación genérica, iban a encargarse de que las cosas no se salieran de madre. Se pensó con excesiva confianza que la ruptura de CiU por la salida de los democristianos de Unió Democrática paralizaría el proceso, o que la corrupción en las diversas tramas de los que se han enriquecido haciendo de Cataluña su coartada iba a abochornar al nacionalismo poniendo al descubierto sus escasamente patrióticas carencias éticas. Para unos se trataba de ‘la pela’; para otros la necesidad de mostrar cariño a los catalanes haciendo del independentismo un problema freudiano. Se daba por seguro que con el paso de la crisis económica se diluiría el impulso independentista al que tampoco ayudaba la grisura de un tipo como Puigdemont que llega a la presidencia de la Generalitat en el último momento tras el descabalgamiento de Mas a manos de la CUP. Estos elementos antisistema se pensaba que cumplirían la función de ahuyentar a la franja mayoritaria del nacionalismo ‘moderado’, burgués y de orden que huiría del radicalismo y hasta del aliño indumentario de los extremistas. Como último recurso generó grandes expectativas lo que podría dar de sí la relación entre el vicepresidente de la Generalitat, Oriol Junqueras, y la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, por más que sonara raro confiar en que el encarrilamiento del problema independentista catalán vendría del líder del principal partido independentista catalán.

No se acierta a comprender tanta confianza y tan extendida en que el proceso independentista embarrancaría sin necesidad de hacer mucho más que esperar a que desarrollara sus contradicciones. Ha habido un cálculo equivocado en la virulencia de la ‘rauxa’ que los catalanes dicen alternar con el ‘seny’ como si de un trastorno bipolar se tratara. Se infravaloró el radicalismo menestral y la capacidad del nacionalismo cuando se radicaliza para envolver a sus componentes más dispares. A fin y al cabo, el nacionalismo en grado de radicalización paroxística fue capaz de unir a un partido como el PNV con el brazo político de ETA en un acuerdo que ni siquiera rompió después de que la banda terrorista reanudó sus asesinatos en enero de 2000.

Para agravar las cosas, en el caso catalán se da la circunstancia de un amplio espacio de solapamiento entre independentistas y antisistema puros para los que el nacionalismo es un vehículo útil para hacer efectiva su pulsión destructiva del sistema constitucional. Se puede conjeturar que ni los propios independentistas esperaban llegar donde han llegado y que tal vez muchos de ellos ni lo deseaban. Es el típico caso de un proceso que adquiere su propia dinámica y hay quienes se mueven como sonámbulos sin percibir la realidad exterior. Sin embargo, la ocupación del terreno por parte de un nacionalismo progresivamente radicalizado ha sido real, dedicado a seguir empujando su proyecto mientras en otros lugares se banalizaba.

El espectáculo del Parlamento catalán arrollando a la oposición para imponer la legislación independentista es inimaginable en un sistema democrático occidental y no solo acaba con el incomprensible plus de legitimidad que se ha dispensado al nacionalismo –especialmente al catalán– sino que desde ahora hipoteca su identidad como una fuerza realmente democrática. Pero indica también el grado de envalentonamiento al que han llegado hasta este experimento ilegal de desobediencia en el que están embarcados. La confrontación sediciosa que promueve el independentismo se plantea ya en términos de suma cero y constituye un prueba para lo que significa la propia naturaleza del Estado como orden jurídico, como estructura política y como titular exclusivo de la coacción legítima. Y en todas estas dimensiones el Estado, con el Gobierno a la cabeza, tiene que mantener la respuesta adecuada. No es la primera amenaza sistémica que la democracia sufre en nuestro país. Lo fueron el golpismo en los primeros tiempos de la Transición y ETA hasta hace bien poco. La resistencia de nuestro sistema constitucional no debe llevarnos a pensar que el tiempo es la solución para Cataluña. Se dice que hace falta política, y es verdad. Pero cuando se alude a la necesidad de hacer política lo que se quiere decir en ese lenguaje cifrado es que hay que buscar un acuerdo con los nacionalistas tan ingenioso que les satisfaga durante unos cuantos años.

Ahora bien, hacer política debería ser un imperativo más ambicioso, sin asumir que el independentismo es un dato inamovible. La quiebra que este proceso ha creado en la sociedad catalana pone de manifiesto la necesidad de articular políticamente esa mayoría silenciosa, plural y no independentista pero que mientras siga en silencio, podrá seguir siendo ignorada. El silencio de la mayoría es la carencia que ha permitido prosperar al extremismo y que si se rompe permitirá a Cataluña volver a la civilidad, es decir a la convivencia amparada por la ley.