El Correo-JAVIER ZARZALEJOS

La cuestión es si a partir de ahora el sistema político español va a recuperar un modelo de gobernabilidad basado en mayorías practicables, o a seguir instalado en una precariedad debilitante

El 20 de diciembre de 2015 se materializaba el final del modelo de ‘bipartidismo imperfecto’ con el que venía funcionando el sistema político español con resultados bastante satisfactorios en cuanto a estabilidad y desempeño institucional. Fue en las elecciones generales celebradas aquel día cuando el Partido Popular perdió un tercio de los escaños conseguidos cuatro años antes, el PSOE firmaba sus mínimos históricos y se asentaban dos fuerzas –Podemos y Ciudadanos– que percutían sobre el turno de populares y socialistas en el Gobierno.

El bipartidismo denostado no ha sido sustituido por un modelo alternativo de eficacia equivalente y la renovación prometida por la nueva política se ha quedado muy por debajo de las expectativas que había generado, tanto en fuerza innovadora como en calidad de sus propuestas programáticas y en solvencia de sus equipos. Mientras tanto los nacionalismos ya no se contentaron con desplegar su fuerza extractiva ante los gobiernos en minoría sino que, con la moción de censura a Mariano Rajoy, pasaron a dictar quién gobierna en España.

El resultado de estos factores –y alguno más– es que el país lleva más de tres años asistiendo al deterioro de su gobernabilidad, instalado en una suerte de entropía afortunadamente paliada por la coincidencia con un largo ciclo de crecimiento económico que, aunque en fase de desaceleración, sigue amortiguando los peores efectos de la incertidumbre y la ausencia de reformas.

El Gobierno de Pedro Sánchez es, desde su origen, la lamentable culminación de este proceso de deterioro. Nacido en la moción de censura con el PNV en funciones de comadrona, pronto quedó en evidencia que la sentencia dictada en el ‘caso Gürtel’ no fue tanto una razón auténtica cuanto una coartada para facilitar el alineamiento de una coalición negativa sin rastro de un proyecto viable de Gobierno que la dotara de la mínima cohesión. Lo único real ha sido la obstinación de Pedro Sánchez en permanecer, desmintiendo su compromiso inicial de convocar elecciones cuanto antes.

Sánchez ha intentado compensar su debilidad con una forzada escenificación de todo aquello que le hiciera parecer más ‘presidencial’. No se trata sólo de la utilización de los medios del Estado, que, salvo algunos excesos, sería el menor de los reproches. Un Ejecutivo en precario con año y medio de duración teórica se ha apresurado a ocupar todos los espacios de poder e influencia, desde los nombramientos masivos en la Administración y la instalación en las empresas y organismos públicos, hasta el planteamiento de iniciativas de pretendida proyección estratégica que claramente se situaban fuera del alcance de un Gabinete tan justito de fuerzas. De ahí que sorprenda la naturalidad con la que el Gobierno ha recurrido al decreto-ley como si fuera un instrumento rutinario de legislación o, más llamativo aún, cómo ha irrumpido en el laberinto catalán con pretensiones de solucionador histórico, pero con un bagaje tan liviano de 84 escaños y la ruptura de todos los puentes con el Partido Popular y Ciudadanos, primera formación en el Congreso, y primera fuerza política en Cataluña, respectivamente.

La quiebra de la ‘operación diálogo’ en Cataluña –otra más– y el subsiguiente rechazo al proyecto de Presupuestos Generales del Estado han dejado al descubierto lo mucho que había de ficticio, de escenificación, de simple imagen en este periodo que se inicia en junio del pasado año. Sin duda, Pedro Sánchez tenía mucha más confianza en que las cosas durarían. También la tenía el PNV, que lo apostó todo a Sánchez y ahora participa de su fracaso.

La opción del presidente por una coalición con independentistas y Podemos no fue una manera oportunista de aprovechar una coyuntura inesperada como la que propició la sentencia de la Audiencia Nacional sobre el ‘caso Gürtel’, que ponía en solfa la credibilidad de Mariano Rajoy. Meses antes, el líder socialista ya había intentado hacer lo mismo –un ‘Gobierno Frankenstein’ se llamó entonces–, y su propio partido tuvo que destituirle para impedirlo. La coalición que ha aupado y derrotado a Sánchez es la opción estratégica que el PSOE ha asumido para gobernar. Y ese es el gran lastre que Sánchez arrastra ante los votantes: pedir el voto para un PSOE que si quiere gobernar tendría que volver a esta combinación de fuerzas indigerible para sectores muy amplios del electorado. La estrategia de Pedro Sánchez insistirá en dos temas. Por un lado, recuperar la agenda de mejoras sociales que, según dirán, el rechazo a los Presupuestos ha impedido materializar. Por otro, la reubicación de Sánchez para ganar la posición de patriótico centrista crucificado entre los extremistas. Muy bien, en teoría, pero una estrategia con evidentes dificultades prácticas para ser eficaz. Es difícil presentar como adversarios radicales a quienes hace unos meses le hicieron presidente del Gobierno. Más bien, Sánchez va a tener que afrontar unas elecciones en las que las relaciones con los nacionalismos y el poder de decisión de éstos sobre el Gobierno van a constituir uno de los temas fundamentales de debate y decisión.

La cuestión a partir de ahora es si se va a cerrar el paréntesis; si el sistema político español va a recuperar un modelo de gobernabilidad basado en mayorías practicables y coaliciones con capacidad ejecutiva, o si va a seguir instalado en una precariedad debilitante, dominada por la presión centrífuga de los nacionalismos.