IGNACIO CAMACHO-ABC

Esta añoranza de liderazgos enérgicos contrasta con el dominio de la ética indolora y el pensamiento líquido

EN una película sobre Churchill resulta difícil encontrar una frase más brillante que las del antiguo líder de Gran Bretaña. Sin embargo The darkest hour, por la que Gary Oldman ha ganado el Oscar de interpretación, contiene al final una sentencia extraordinaria en boca de Lord Halifax. Al oír el célebre discurso de la sangre, el sudor y las lágrimas, el paladín del apaciguamiento de Hitler resume así la decisiva arenga parlamentaria: “Ha movilizado el idioma inglés y lo ha enviado a la batalla”.

En eso consistía, esencialmente, el secreto de la formidable ascendencia churchilliana, basada en el dominio magistral de los recursos dramáticos y emocionales de la palabra. Un estilo de convicción por el que es fácil reconocer en los últimos tiempos —en el cine, el ensayo y hasta en el discurso de ciertos intelectuales y creadores de opinión— una patente nostalgia. La sociedad posmoderna, tan hueca y fragmentaria, parece echar de menos la fortaleza y el coraje de ciertos dirigentes capaces de ejercer influencia prescriptiva a partir de una autoridad moral indubitada. Algo tiene que ver con eso el triunfo del estrambótico Trump, que es una parodia de esa energía estimulante pero ha sabido impostar los rasgos aparentes de un liderazgo Alfa para sintonizar con un electorado ansioso de músculo político tras la etapa de persuasiva blandura de Obama.

Pero la actual añoranza de vigor directivo contrasta con el mayoritario dominio de las éticas indoloras y el pensamiento líquido. Cabe preguntarse al respecto, para ser intelectualmente honestos, si Churchill hubiese podido en nuestros días arrastrar a su pueblo a una resistencia que exigía no sólo enormes dosis de valor físico sino una extraordinaria disposición de disciplina y sacrificio. En la época de la pedagogía laxa, de la abolición del mérito y de las falsas soluciones del populismo no se antoja fácil imaginar a un gobernante dispuesto a embarcar a su nación en una aventura de abnegación, renuncia y arrojo colectivo. De hecho, el propio premier inglés pagó su empeño con la derrota electoral al final de la guerra, y el término “esfuerzo” —toil—ha quedado orillado en la memoria popular de aquel discurso histórico en el que estaba incluido. En el paradigma del bienestar fácil, de los derechos sin obligaciones, están proscritos los conceptos agonísticos.

Por eso existe una patente contradicción en la evocación admirativa con que contemplamos desde la distancia los hechos de una Historia cuyas enseñanzas hemos olvidado. El heroísmo de Dunkerke nos emociona en la pantalla porque nos tranquiliza saberlo lejano. Siendo sinceros, es muy probable que en cualquier nación europea amenazada hubiese triunfado ahora la actitud buenista de la conciliación y el pacto. Basta recordar precisamente hoy, 11 de marzo, las reacciones sociales ante el terrorismo islámico y otros conflictos contemporáneos.