El Correo-CARLOS FERNÁNDEZ DE CASADEVANTE ROMANI

El estudio del economista Julio Alcaide ‘Evolución de la población española en el siglo XX’ (Fundación BBVA, Madrid, 2007) cifra en casi 200.000 los ciudadanos que han abandonado el País Vasco debido a la actividad terrorista de ETA. En su libro ‘ETA S.A.’, el catedrático Mikel Buesa estima que serían unas 30.000 familias (en torno a 125.000 ciudadanos) las que tuvieron que marcharse. En cualquier caso, una cifra superior al número de exiliados políticos provocados por la Guerra Civil: 120.000. Aquí, por haber sido amenazados directamente por ETA, por haber visto las barbas del vecino pelar y no querer esperar a padecer la misma experiencia o, simplemente, porque no aguantaban más vivir asfixiados por la falta de libertad.

Sólo este dato pone de manifiesto la contribución y la utilidad del terrorismo nacionalista vasco de ETA en la conformación de la sociedad vasca y de su censo electoral. Un censo alterado y adulterado desde hace décadas en beneficio del nacionalismo vasco (una buena cosecha de nueces) sin que ningún Gobierno de España haya hecho nunca nada para corregir y reparar esta injusticia que es, también, un ataque a la democracia. Una «limpieza ideológica», eso sí, que ha tenido como únicos destinatarios a ciudadanos no nacionalistas de la sociedad vasca.

Por la actividad de ETA esos miles de vascos desterrados, así como sus generaciones posteriores, fueron desprovistos no sólo de su proyecto de vida en su propia tierra (se lo cortaron de cuajo), sino también del ejercicio del derecho de voto en ella. En otros términos, del ejercicio de su derecho constitucional de autodeterminación interna a decidir sobre los asuntos de su comunidad, de su provincia y de su municipio.

Peor aún: en su inmensa mayoría, son desterrados que no existen para el Estado porque éste sólo reconoce la condición de amenazado si existe sentencia firme, incoación de proceso penal o diligencias judiciales. Se nota que no vivieron en el País Vasco y que lo desconocen todo.

Estamos en 2019, ETA ya no mata y el amor, la fraternidad, la ternura y la felicidad reinan de nuevo en el País Vasco como atestiguan los hostigamientos, insultos y agresiones por nacionalistas vascos «radicales» en San Sebastián, Bilbao y Rentería a los asistentes a actos de partidos constitucionalistas. Lo que no cambia es el hecho de que los cientos de miles de ciudadanos vascos desterrados y sus descendientes siguen siendo irrelevantes para el Estado y sin poder ejercer su derecho de voto en el País Vasco pese a las recomendaciones y peticiones en ese sentido del Defensor del Pueblo.

Ni los gobiernos españoles de las últimas décadas ni los miles de diputados que han tenido las Cortes Generales han hecho nada para restituirles ese derecho. Sólo un intento del Gobierno de Mariano Rajoy que al final quedó en nada. Al parecer, debido a la dificultad para probar los motivos por los que esos ciudadanos se marcharon.

Sorprende la exigencia de tal prueba y la relevancia otorgada a la misma hasta el punto de frustrar la iniciativa, toda vez que el artículo 7.2 del Estatuto vasco de Autonomía sí garantiza el goce «de idénticos derechos políticos en el País Vasco» a los residentes en el extranjero así como sus descendientes, si así lo solicitaren, «si hubieran tenido su última vecindad administrativa en Euskadi, siempre que conserven la nacionalidad española». A todos ellos, «si así lo solicitaren», se les garantiza el ejercicio del derecho de voto en el País Vasco. Sin necesidad de acreditar el motivo por el que se fueron.

La pasividad del Estado tiene consecuencias notorias. En primer lugar, acepta la victoria de ETA y del nacionalismo vasco en la modificación del censo electoral, cuyas consecuencias en la sociedad vasca son evidentes. En segundo término, consolida esta injusticia causada a los desterrados por el terrorismo de ETA. Por último, acepta y perpetúa la discriminación y el distinto trato que en materia de derechos políticos (derecho de sufragio incluido) consagra el Derecho español de la mano del citado artículo del Estatuto entre los vascos residentes en el extranjero, así como sus descendientes, que hubieran tenido su última vecindad administrativa en Euskadi y todos los desplazados internos forzosos (desterrados) que no pueden votar en su tierra porque fueron expulsados y el Estado se ha desentendido de ellos.

Tampoco los distintos gobiernos vascos ni, mucho menos, el nacionalismo vasco han hecho nunca nada para restituir a esos ciudadanos vascos y a sus descendientes en su derecho de voto en el País Vasco. Es más, siempre se han manifestado en contra de cualquier modificación de la Ley Electoral que lo hiciera posible. Este es un ámbito en el que el nacionalismo vasco ha dejado meridianamente claro, por si alguien tenía dudas al respecto, que sólo los vascos que son nacionalistas son merecedores de su consideración y atención (excepto en materia impositiva). Que voten los vascos de la ‘diáspora’ (esto es, los que se exiliaron en América con ocasión de la Guerra Civil, mimados por el nacionalismo vasco con el Presupuesto) no sólo les parece bien, sino que además está garantizado por el propio Estatuto. Que lo hagan los desterrados (que es probable que no voten nacionalista) eso nunca. Constituye un «error histórico» en forma de «pucherazo electoral» en palabras del actual lehendakari, Iñigo Ukullu, pronunciadas en 2012 antes de su elección como tal. También en 2012 afirmaba: «No van a engañar a la sociedad vasca. Hoy todos sabemos que quien desee vivir y votar en Euskadi podría hacerlo sin amenazas, con absoluta libertad y con todo el apoyo institucional y político» (El Mundo, 01/09/2012).

Ni siquiera eso es cierto. Tampoco hoy. Lo hemos comprobado en el reciente periodo electoral y lo comprueban a diario muchos no nacionalistas en muchos municipios del País Vasco a los que el nacionalismo imperante les impide vivir en libertad.