ELISA DE LA NUEZ-EL MUNDO

La autora aboga por una refundación de Cs para que vuelva a ser unpartido de centro, reformista, moderado, ilustrado, liberal, europeísta y probablemente inevitablemente pequeño.

LAS ELECCIONES del domingo (un grandísimo error y una enorme irresponsabilidad de nuestra clase política) han reforzado los extremos y han hundido el centro político, además de haber fragmentado aún mucho más nuestro Parlamento. Bien es verdad que los muchos errores estratégicos cometidos por el ya ex presidente de Ciudadanos Albert Rivera (cuya dimisión le honra aunque sea por lo infrecuentes) explican, en gran medida, la debacle sufrida por su partido. Pero también han existido otros muchos factores desencadenantes de este escenario que convendría no olvidar porque no van a desaparecer fácilmente por hábiles que sean las estrategias políticas que se desplieguen a partir de ahora. Aunque ciertamente la torpeza de nuestros representantes pueden agravarlos, como ha sucedido en este caso. La dialéctica amigo/enemigo, la polarización e infantilización del discurso político, la incoherencia que supone el rechazo a las propuestas inconstitucionales del adversario pero nunca a las del posible socio (ya se trate de Vox, Bildu, ERC o quien sea) no han ayudado nada. Como no ha ayudado la ligereza con la que nuestros políticos parecen dispuestos a desgastar la democracia liberal y sus instituciones en un momento tan delicado. En este escenario, siempre ganan los más radicales.

Porque no olvidemos que hay un malestar creciente con las democracias liberales que se agudiza a medida que se revelan cada vez más incapaces de afrontar los enormes desafíos que ya tenemos encima, desde la desigualdad, la demografía, la cuarta revolución industrial o la crisis climática. Esta tendencia es evidente no sólo en España sino en todos los países de nuestro entorno y suele traducirse en un voto de descontento ya sea a la izquierda radical (como ocurrió en su momento en España con Podemos) o a la ultraderecha (como ocurre ahora con Vox). Ni entonces había tres millones de españoles comunistas ni ahora hay tres millones y medio de españoles fascistas. Pero deberíamos empezar a enfrentarnos de una vez con las disfunciones y los síntomas de agotamiento del modelo de la Constitución de 1978 e identificar sus problemas y las reformas necesarias que hay que abordar si no queremos que millones de ciudadanos decepcionados se lancen en brazos de opciones ultras, demagogas y populistas. Con los consiguientes efectos negativos sobre nuestro bienestar, nuestra convivencia y nuestra propia capacidad para afrontar unos retos muy complejos. Ahí tenemos el ejemplo de Cataluña para ver a dónde se va por el camino del populismo radical, infantil e irresponsable.

En todo caso, esta marejada de fondo no evita que el desastre de Ciudadanos tenga algunas causas endógenas que conviene destacar, sobre todo en la medida en que se puedan corregir en el futuro. La más evidente, a mi juicio, es haber renunciado a servir de partido bisagra y, por tanto, de constituir un auténtico centro político, privando de utilidad al voto de su electorado. Un electorado probablemente no demasiado amplio constituido por aquellos ciudadanos a los que la expresión veleta no les suena nada mal, y que prefieren girar a la izquierda o a la derecha según las circunstancias para apoyar en todo caso un programa reformista desde el centro, evitando tentaciones extremistas. Pero también habría que hablar de la profunda incoherencia entre el discurso de la regeneración y la lucha contra la corrupción y el aval a los gobiernos del PP en Madrid, Murcia y Castilla y León, que ha propiciado situaciones tan surrealistas como el apoyo de Cs –que está gobernando en Madrid en coalición con el PP– a la comisión de investigación sobre Avalmadrid, comisión que afecta directamente a la presidenta Díaz Ayuso para después oponerse junto con el PP a que ésta comparezca. Por no mencionar que estas alianzas reforzaron al PP en un momento de extrema debilidad cuando la estrategia de Rivera pasaba por sustituirlo. Son cosas que no pasan desapercibidas a un votante crítico como los de Cs.

Efectivamente, el afán de sustituir al PP (tan similar por cierto al que llevó en su momento a Podemos a bloquear el Pacto del Abrazo en 2016 y a intentar el sorpasso al PSOE) cegó a Rivera y su núcleo duro estos últimos meses. La razón es muy sencilla: el partido estaba totalmente dominado por un único líder obsesionado con las encuestas que le prometían que tenía al alcance de la mano lo que él deseaba: la Presidencia del Gobierno. Por supuesto, el líder controlaba todos los mecanismos de poder internos, empezando por el más importante, la decisión de incluir a alguien en puestos de salida de las listas electorales o de decidir quién podía acceder a un cargo público. Lo mismo cabe decir de los fichajes estrella –algunos disparatados– directamente por Rivera sin conocimiento de los responsables de los equipos a los debían liderar o en los que se tenían que integrar. Con este liderazgo había pocos incentivos para disentir y criticar las decisiones de Rivera, y los únicos que podían permitírselo eran los que podían pagar el peaje correspondiente por tener una carrera profesional alternativa: no demasiados como hemos visto.

La reforma de los Estatutos del partido en 2017 acentuaron aún más ese carácter presidencialista. La forma de funcionamiento de los órganos de gobierno en estos meses (con unanimidades y votaciones de la Ejecutiva abrumadoramente favorables a las propuestas presidenciales) ponían de relieve este grave problema. Al concentrar las decisiones estratégicas en sólo una persona y revalidarlas la Ejecutiva del partido casi sin discusión se generaba el riesgo típico de los hiperliderazgos o cesarismos: los errores del líder pueden llevarse a toda la organización por delante, puesto que él o ella siempre pueden decir –como ha sucedido en Cs– que todos estaban de acuerdo y que las decisiones eran colectivas. Con el corolario de que tampoco hay ninguna posibilidad de una corriente de opinión distinta, al menos dentro de la organización.

También hay otro aspecto que merece destacarse. La implantación de un sistema de primarias más o menos dirigidas (es decir, donde se pretende que salga el candidato de la dirección pero con el voto de los afiliados) llevó en Ciudadanos a escaramuzas que llegaron a intentos de pucherazo como ocurrió en Castilla y León, ganadas finalmente por un candidato que no era el del aparato. Es difícil medir el coste de imagen que esto supone para un partido que ha hecho de la regeneración una de sus banderas. Por último, me gustaría referirme a la falta de cauces de participación de las bases, afiliados, cargos y simpatizantes –incluidos los expertos que se ofrecían a echar una mano al partido al menos en los primeros tiempos– no ya en la toma de grandes decisiones estratégicas sino incluso en asuntos nimios. Todo se dirigía desde el pequeño núcleo de Madrid muchas veces con total desconocimiento de la realidad regional y local. El rosario de dimisiones de cuadros y cargos del partido en pueblos y provincias expresa este malestar.

DICHO DE OTRAmanera, si la falta de contrapesos y de cauces internos de participación es letal para los sistemas democráticos también lo es para el buen funcionamiento de los partidos y exactamente por las mismas razones. Concentrar la toma de decisiones en una sola persona y más en tiempos muy convulsos políticamente no es una buena idea. Los equipos cuanto más plurales y diversos más capaces serán de enfrentarse con problemas complejos que exigen diversos puntos de vista y muy distintos talentos. La independencia de criterio –que salvo honrosas excepciones como la de Luis Garicano ha brillado por su ausencia en Cs en estos últimos meses– es esencial para aportar ideas y opiniones contrapuestas y para evitar el mesianismo que acaba por identificar partido y líder como un todo indisoluble. Nos queda todavía por aprender en España (y no sólo en los partidos sino en todas las instituciones) que la lealtad a la organización no es sinónimo de sumisión absoluta a quien la representa o encarna en un momento dado y que la libertad de crítica es perfectamente compatible con la lealtad al proyecto y a las ideas que deben de trascender a las personas concretas que, por excepcionales que sean, siempre son sustituibles.

La pregunta ahora es si sigue quedando espacio para un partido de centro liberal ya sin aspiraciones de sustituir a uno de los grandes partidos sino de cumplir con la función originaria de Cs, que era ayudar a realizar las grandes reformas institucionales pendientes que no estaban ni están en la agenda del bipartidismo y sin las cuales nos arriesgamos a que nuestro sistema político se desintegre en un mosaico de partidos antisistema, cantonales, testimoniales o simplemente incapaces de ponerse de acuerdo. Es fácil imputar al adversario la culpa del avance del voto antisistema pero quizá debemos reflexionar más sobre la herencia que ha dejado el bipartidismo que ha gobernado en España los últimos 40 años y que ha preferido no afrontar reformas incómodas y muy necesarias (como la relativa a la cuestión territorial o al sistema electoral) o se ha refugiado en batallas culturales e identitarias que han dividido a la ciudadanía simplemente para ganar votos.

No tengo dudas de que un partido como Cs es imprescindible, aunque ahora toque reconstruirlo casi desde los cimientos y devolverle su sentido original. Se trata de reconstruir nada menos que un partido de centro, reformista, moderado, ilustrado, liberal, europeísta, probablemente inevitablemente pequeño pero imprescindible. Hará falta recuperar el talento, la ilusión y el entusiasmo perdidos, y no será fácil. Queda por delante una travesía del desierto más o menos larga, pero si de algo podemos estar seguros es de que necesitamos como argamasa de nuestra democracia un partido de centro capaz de virar a su izquierda y a su derecha y de proponer reformas largamente pospuestas. Sobre todo ahora que arrecia el vendaval populista.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora de ¿Hay derecho? y miembro del consejo editorial de EL MUNDO.