Aecadi espada-El Mundo

Mi liberada:

La tortura es inmoral pero muchos inmorales no la aplican porque resulta ineficaz. A eso alude más o menos subrepticiamente la sentencia: «Y cantó La Parrala…», siendo La Parrala en sí perturbadora leyenda de mujer flamenca y luego célebre copla. Este viernes, en el juicio que trata de esclarecer si el Partido Popular de Valencia se financió ilegalmente hace una década, el conseguidor Álvaro Pérez cantó. Quiero decir que, como ya hicieran Francisco Correa y Pablo Crespo, sus jefes en Gürtel, confesó su participación en una trama delictiva.

Supuestamente, el PP de Valencia gastó más de lo que podía (por ley y por músculo financiero) en tres campañas electorales de hace una década. Y contrajo una espesa deuda con Orange Market, empresa de servicios de Álvaro Pérez, vinculada al grupo que dirigía Correa, Gürtel en alemán. Para enjugarla Orange Market facturó la deuda del PP a algunas empresas, que se prestaron a hacer así una encubierta donación al partido. Las facturas, obviamente, correspondían a servicios no prestados a esas empresas, como han reconocido los representantes de Orange Market y nueve empresarios.

El que no ha reconocido su complicidad en el método es el PP. Durante la instrucción y hasta el comienzo del juicio tres acusados, el secretario general, Ricardo Costa, el vicesecretario, David Serra y el vicepresidente del Gobierno, Vicente Rambla, han sostenido que el partido se financió legalmente y que su gestión fue correcta. En la causa no hay documentos que vinculen pagos de empresarios a Orange Market con actos electorales del PP. Existen las facturas de Orange Market libradas a los empresarios, pero ninguna constancia inequívoca de que ese dinero pagara realmente deudas del PP. Sí existen por el contrario, y en eso se basa el procesamiento de Costa, Serra y Rambla, los indicios que aportan conversaciones interceptadas por la policía entre Pérez y los acusados del PP, y entre Pérez, Crespo y Correa. A partir del miércoles, los acusados del PP declararán en el juicio y se verá si siguen proclamando su inocencia y la legalidad de las prácticas financieras de su partido. Y quedará más claro si el PP estafó a la ley electoral, si Orange Market estafó a los empresarios en nombre del PP o pasaron las dos cosas.

En su declaración confusa y desquiciada Álvaro Pérez no se limitó a corroborar con su experiencia este método de financiación, sino que señaló a Francisco Camps, expresidente de la Generalidad y del PP valenciano, como cerebro y ejecutor principal del método. Su acusación no se sostuvo en dato alguno que pueda tomar en cuenta un hombre racional y moral, al margen de su alusión a la conversación telefónica de 2008 en que el expansivo presidente Camps le llamó «amiguito del alma» poco antes de nacer el niño dios. Yo era su amigo y vaya si estaba enterado de sus manejos, quiso hacer creer Pérez al tribunal, fiado en su argumento de autoridad. Pero también era mentira. Sin salir del dominio coloquial hay hechos que lo avalan. Doce días antes de la conversación entrañable Pérez habló, también por teléfono, con el director de la televisión autonómica valenciana, Pedro García, y le dijo sobre Camps: 1) que era un cagón; 2) que era un cerdo; 3) que era un hijo de puta, y 4) que era un mierda. La razón es que Camps había ignorado supuestas gestiones de Pérez para que el presidente consiguiera un encuentro con el gobernador de Nuevo México, Bill Richardson. No es que tuviera Pérez un mal momento. Es que era un hombre coloquial. Hay otra coloquialidad suya en esa conversación, apropiada de recordar ahora, que es cuando llamó «la hija de puta esta» a Ana Michavila, jefa de gabinete de Camps. Y es apropiado recordarlo porque el viernes, tras acusar a Camps, Pérez incluyó a Ana Michavila y a Nuria Romeral–jefa de prensa– en el selecto grupo de personas que conocían y gestionaban el sistema de financiación ilegal del PP. No es extraño que lo hiciera: como demuestran varias conversaciones interceptadas de Pérez, Michavila y Romeral eran los dos cancerberos que frustraban no solo su acceso franco al presidente, sino también muchos de sus denodados intentos de contratar con la Administración. Incluso los pícaros desquiciados saben que la venganza es un plato, etcétera.

Pérez declaró bajo la amenaza, claramente desproporcionada, de decenas de años de cárcel, en este y en otros asuntos de Gürtel que aguardan. De modo patético su abogado aseguró al cerrar el interrogatorio que su cliente iba a decir la verdad siempre y en lo que le quedara de juicio(s). Hay que reconocerle al conseguidor una cierta sagacidad solidaria en la administración de la verdad. Todas sus acusaciones explícitas se dirigieron a personas –aparte de las ya citadas, los vicepresidentes Juan Cotino y Víctor Campos– que no están acusadas y cuyas responsabilidades penales habrían prescrito. Por el contrario, su actitud frente a los tres inculpados del PP tendió a librarlos de cualquier responsabilidad que no fuera la obediencia. Es probable que su intención principal fuera demostrar que estaba exponiendo la altísima y máxima verdad. Después de las declaraciones de Correa y Crespo, la mera confesión de su labor intermediaria hubiera cotizado bajo y era preciso una performance acusatoria para concitar la piedad del tribunal.

Sin embargo, y como se da en el caso del torturado que para acabar miente y canta La Parrala, Pérez solo colaboró con la injusticia. Una década de trabajo instructor no encontró indicio de que Camps hubiese conocido, y por lo tanto aprobado, la financiación ilegal del PP. Y no fue, desde luego, porque la prensa hostil, a partir de un sostenido e infame retorcimiento de las conversaciones interceptadas, no animara a jueces y fiscales a encontrarlo.

La colaboración con la injusticia no habría sido posible sin el meritorio trabajo de los periódicos que desde el viernes han recogido con descaro las torturadas opiniones de Pérez. Cuando asisten a seminarios y escuelas de otoño (del otoño del oficio) los periodistas cargan contra el llamado periodismo de declaraciones. Pero su indignación dura hasta la vuelta a la redacción, donde cualquier alcachofa, bigotuda o no, les salva la portada. En el peculiar caso de Camps nuestra prensa tiene, además, una cuenta pendiente. Durante tres años sostuvo sin ecuanimidad alguna la hipótesis de su culpabilidad en el extraordinario asunto de los trajes hasta que un jurado y luego el Supremo le quitó la razón. No se resigna a que la realidad le estropee sus noticias. Ahora espera con ansiedad la reanudación del juicio, por si Ricardo Costa (una carrera política rota y para quien el fiscal pide siete populistas años de cárcel) negara su vida entera hasta ayer mismo y expusiera hechos –aunque también valdrá con opiniones– sobre la implicación de su antiguo presidente. Pero si eso no sucede, aún quedará el mantra de la responsabilidad política. Ésa que manejan según: «Camps no podía no saber». Ésa que no piden al Tribunal de Cuentas ni a la Sindicatura valenciana, que certificaron las cuentas hoy bajo sospecha del PP. Ni a la policía, que tanto vigila. Sí, la responsabilidad política existe. Pero en lo que concierne a la política y no al delito. Por más que la áspera lección de estos años sea la de haber visto cómo el populismo judicial y mediático ha incorporado el delito a las actividades orgánicas de la política.

Sigue ciega tu camino

A.