Jorge Bustos-El MUndo

La víspera dormí mal. Carezco de experiencia sobre el terreno en los Balcanes o Sudán del Sur, y sin embargo mi periódico se empeñaba en enviarme a cubrir una manifestación que según el PSOE y sus terminales mediáticas iba a convertir Colón en Nüremberg 1933. Claro que mis miedos se mezclaban con la promesa de la adrenalina: 36 años escuchando alertas antifascistas y al fin amanecía la jornada epifánica en la que conocería el rostro de la bestia.

Nada más llegar, sin embargo, me topé con una señora que regateaba con el vendedor de banderas apostado junto al Museo de Cera. Donde debían resonar las botas encontraba mocasines, y la única muestra de agresividad que pude anotar la protagonizó una niña que llamaba «golpista» a su hermanito por haberle efectivamente golpeado. La niña habría leído la palabra en el cartel de «Golpistas, a prisión» adherido a la estatua de Blas de Lezo, un lugar de lo más pertinente para esa proclama. Como pertinente parecía el título de la serie que Netflix publicitaba en la fachada del edificio Barclays: Examen de conciencia. Una necesidad colectiva tras ocho meses de sanchismo.

El gentío me impedía avanzar. Yo no me explicaba cómo tantos españoles podían haber salido a la calle arriesgándose al reproche antifascista de Adriana Lastra, pero en ocasiones el ser humano nos sorprende por su temeridad. Ahora bien, fijar el patrón facha tal como nos encomendaba Adri resultaba imposible: había señoras con mechas rubias y otras con el pelo granate, muchachos con monopatín y señores con el loden, vejetes ateridos y guapas de Serrano.

A ver si va a ser verdad que la reivindicación de la España constitucional no traduce más que el empeño de vivir juntos los distintos. Les unía la bandera y ese aire de urbanidad con que se manifiesta la gente de orden: podría decirse que las manifestaciones de derechas son sumas de individuos y no de masas empoderadas, y por eso no dejan tras de sí cascos de botella y mobiliario agredido.

En realidad se pedían dos cosas muy concretas, fácilmente detectables cuando la megafonía mentaba a los jueces o a las urnas. Entonces de las gargantas más frías nacían ovaciones espontáneas. No hay que ser politólogo para advertir que lo que moviliza a tantos españoles hoy es el castigo al golpe y elecciones cuanto antes. Lo vimos ya en Andalucía.

Hace cuatro años cubrí la marcha de Podemos desde Atocha hasta Sol, donde Pablo Iglesias activó la cuenta atrás para el asalto a los cielos. Tictac. Los cielos los ha terminado asaltando el Falcon de Sánchez pero los de Colón de hoy son tan ciudadanos como los de Sol de ayer y ya le han puesto el reloj en la oreja a ese abuso terminal de la paciencia que llamamos sanchismo.

Tictac, tictac. La cadencia mecánica del minutero desquicia al coro de propagandistas gubernamentales empeñado en distinguir a la ciudadanía, que a su juicio no quiere elecciones, del fascismo, que es el que las pide a gritos. Extraño fascismo ese que además de amante del sufragio y practicante de un civismo de boy scout se ciñó a un guion escrupulosamente constitucionalista. Otra cosa es que proclamar que la soberanía no admite negociación porque pertenece al conjunto del pueblo suene en los oídos del sanchismo –el político y el mediático– como un avemaría susurrado a la niña del exorcista.

Pero además del fascista y el sanchista –entendiendo por fascista todo aquel que no es sanchista– hay un tercer animalito en este zoo que es el más entrañable: el equidistante. Ese que dice que Sánchez mal pero que la oposición peor, todo el mundo perdiendo el decoro en este país, señor, qué solo murió Jovellanos, y toda esa estomagante salmodia narcisista de tuitero en bata que luego se arrogará el mérito de haber forzado el anticipo electoral si se produce, yo ya lo dije, esto tenía que caer y tal. En fin. El equidistante sufre una inflamación crónica de su honorabilidad que arruina sus argumentos por la falacia de la confluencia: a los nazis les gusta Wagner, si me ven en un concierto de Wagner me llamarán nazi; a Abascal le gusta la unidad de España, si me ven en una manifa por la unidad de España me llamarán Abascal. Y así todo en un país de marujas con un hipertrófico y paralizante sentido del ridículo.

Del tercerismo parece definitivamente arrancado Manuel Valls, que flanqueó a Rivera junto con Vargas Llosa y un puñado de banderas arcoíris interpuestas a modo de ajo progresista ante la amenaza vampírica de Vox que el sanchismo atiza sin descanso. Sólo una mente irrecuperablemente suspicaz ante la exhibición del rojigualda constitucional puede obviar el papel gregario –y perfectamente alineado con el 78– que ayer le cupo a Abascal y los suyos. Bajo el mínimo común denominador pactado persistieron las diferencias ideológicas dentro de la oposición, y así debe ser: hay muchas maneras de que no te guste Sánchez.

La foto de familia que cerró el acto se antojaba una encerrona diseñada por el PP para atraer a Rivera a la instantánea con Vox que el PP sí concedió en Andalucía; a lo que Rivera reaccionó subiéndose con medio partido para diluir el efecto. La uniformidad entre Cs, PP y Vox, más allá del rechazo al cambalache con Torra, es imposible y así debe ser.

Luego vendría la guerra de la propaganda disfrazada de recuento de asistentes. Seguramente Tezanos también predijo que llovería. La única manera de contarse es en las urnas: de eso iba esto. Entretanto la faz de Julia, la airosa escultura de Plensa, puede dar fe de la multitud que vino y vendrá a parafrasear aquello que los podemitas predicaban con acierto: porque fueron somos, porque somos serán. Españoles.