SANTIAGO GONZÁLEZ-EL MUNDO

Contaba ayer EL MUNDO que el 63% de los miembros del Congreso son nuevos. No decía cuántos, además, son indocumentados. Nuevo e indocumentado era Gerardo Pisarello, una de las excrecencias que Argentina ha acertado a colocarnos, junto a Pablo Echenique, Albano Dante Fachín, la monja Caram y algunos más. Desde 2015, Pisarello ha sido teniente de alcalde de Barcelona con Ada Colau. Ha encontrado acomodo en las listas y en la Mesa del Congreso porque su alcaldesa había decidido sacudírselo por inútil y negligente. En este tiempo es un hecho frecuente que el último ascenso se produzca siempre después de haber superado el límite de la propia incompetencia.

Ya había pasado en Andalucía. Manuel Chaves había llegado a su nivel de saturación con ‘Maleni’ Álvarez, consejera de Industria y a su homóloga de Cultura, Carmen Calvo. No sabiendo donde colocarlas tuvo la ocurrencia de enchufárselas a Zapatero como ministras de lo mismo. Lo de Maleni fue normal; ya de ministra fue imputada y embargada por los ERE. Lo de Calvo, en cambio, fue mucho más extraordinario. Hasta Zapatero acabó haciendo suyas las razones de Chaves y la destituyó en 2007 para sustituirla por César Antonio Molina. No valió para ministra y el doctor la ascendió a vicepresidenta.

Con Meritxell pasó otro tanto. De ministra mediocre fue ascendida a la Presidencia del Congreso. ¿Qué podría salir mal? Para empezar, la sesión constitutiva del Congreso. Meritxell se agarró a su clavo ardiendo: la discutible sentencia del Constitucional 119/90 de 21 de junio, validando como fórmula de acatamiento válida la que emplea la coletilla «por imperativo legal». No estaba en el Congreso el juez Marchena para que hiciera saber a aquella colla de menguados: «Miren, aquí todo se hace por imperativo legal», pero los diputados fueron mucho más allá y prometieron acatamiento a la Constitución «por los presos políticos y exiliados, por la República y por el mandato recibido el 1 de octubre».

No podía ser y además era imposible. No se puede acatar la Constitución con una cláusula introductoria que la invalida por anteponer lealtades que son incompatibles con ella. Los golpistas y allegados fueron acompañados por ruidoso pataleo durante sus acatamientos. Albert Rivera pidió la palabra «para una cuestión de orden». Meritxell se la negó con buen criterio: no era todavía diputado. Cuando se la dio le respondió con una interpretación inadecuada de la sentencia, en la creencia de que cualquier fórmula valía para acatar la Constitución, incluso las que la negaban.

Junqueras necesitó chuleta, aunque la fórmula que usó fue breve y aligerada de sintaxis: «Des del (sic) compromiso republicano, como preso político y por imperativo legal, sí prometo». No hay que tenérselo muy en cuenta. Contaba Zapatero con admiración que en su primera sesión en el Congreso, para votar la investidura de González, vio a un compañero suyo de bancada que había escrito un sí mayúsculo en un folio para saber lo que tenía que votar sin temor a equivocarse. Fue un comienzo tan grotesco como premonitorio. Los presos volvieron a su sitio, que es la cárcel y la decimotercera legislatura se anuncia preñada de ridículo.