Como evitar las terceras elecciones

JORGE DE ESTEBAN – EL MUNDO – 05/09/16

Jorge de Esteban
Jorge de Esteban

· El autor considera que no se puede modificar la Ley Electoral para evitar que haya que votar en Navidad, pero sí ofrece alternativas para que no haya comicios.

En un artículo publicado aquí el pasado 24 de junio, en vísperas de las segundas elecciones, señalé que había que «evitar unas terceras elecciones que convertirían a España en un hazmerreír mundial». La expresión hizo fortuna y desde entonces ha sido utilizada por unos y otros para avisar del ridículo en que podríamos caer.

Pues bien, cada vez estamos más cerca de sufrir semejante trauma nacional, pero el Gobierno lo ha querido adornar aún más manejando el cómputo de los plazos señalados en la Loreg, a fin de lograr que estas casi inevitables terceras elecciones se celebren en el día de Navidad, lo que es una chapuza elevada al cuadrado y una tomadura de pelo a los españoles.

Pero ni siquiera basta con esto, sino que la solución que se ha propuesto para evitar semejante estupidez, analizada también aquí el 25 de agosto, confirma que con frecuencia el remedio es peor que la enfermedad. En efecto, se ha dicho por uno y otro lado que la solución pasaría por una reforma urgente de la Ley Electoral. Reforma que ha asumido también paradójicamente el PP, que es el autor del dislate, porque fue quien hizo el interesado cómputo de los plazos para forzar a que se celebraran el 25 de diciembre y para obligar así al PSOE, so pena de parecer el culpable de la broma, a que se abstuviese en la investidura de Rajoy y evitar así que fuésemos a las urnas.

Circunstancia que se podría resolver, según sus defensores, reformando el artículo 51 de la Ley Electoral para acortar las campañas electorales de 15 a 7 días. De este modo, las elecciones se podrían celebrar el día 18 de diciembre, liberándonos de la actual amenaza. Ahora bien, esta solución sería igual que salir de Málaga para entrar en Malagón, porque posee también graves inconvenientes. A mi juicio, es una propuesta inválida si nos atenemos a su naturaleza jurídica.

Ciertamente, mientras que no haya un nuevo Gobierno nos encontramos en una situación anormal, puesto que la duración provisional del periodo del Gobierno en funciones, regulado en el Título IV de la Ley del Gobierno, se hizo pensando que no superaría nunca uno o dos meses. Como es sabido, el periodo más largo que ha habido en la democracia española de un Gobierno en funciones fue en el año 1996, cuando salió elegido Aznar, tras 62 días del Gobierno en funciones de Felipe González. Pero entonces nadie podía pensar que esa interinidad, como ocurre en la actualidad, rebasa ya los 250 días y llegaremos probablemente al año. Según explica la Ley del Gobierno, éste «limitará su gestión al despacho ordinario de los asuntos públicos», por lo que, salvo casos de urgencia o interés general debidamente acreditados, no podrá tomar medidas como presentar proyectos de ley.

En otras palabras, mientras que no haya Gobierno, la función legislativa será inexistente, puesto que se deduce, como señala el artículo 4 del Código Civil, que procederá la aplicación analógica de las normas cuando regulen un supuesto semejante entre los que se aprecie identidad de razón. Por lo tanto, si la función legislativa del Gobierno está limitada o prohibida, a efectos de que no pueda aprovechar esa interinidad para tramitar leyes interesadas, de forma analógica se debe entender también que mientras que no haya Gobierno la función legislativa de las Cortes esté igualmente limitada o prohibida.

Porque además las proposiciones de ley, como ocurre con la reforma de la Ley Electoral, según el artículo 126 del Reglamento del Congreso de los Diputados deberán remitirse por la Mesa del Congreso al Gobierno (el cual está en funciones limitadas) para que éste exprese su conformidad o no con la tramitación. Sigue diciendo este artículo que si en 30 días el Gobierno no hubiese negado su conformidad, la proposición seguirá adelante.

Además, el artículo 130.1 del Reglamento establece que el Gobierno debe confirmar si es en efecto una Ley Orgánica (artículo 81 CE) que deberá aprobarse por mayoría absoluta. Y para no insistir más, se debe tener también en cuenta que todas las leyes debidamente elaboradas por las Cortes exigen el refrendo del presidente del Gobierno en plenitud de funciones. Dicho todo lo anterior, hay dos cuestiones más que no aconsejan la reforma de la Ley Electoral.

Por una parte, porque, a pesar de que se adopte el procedimiento de urgencia, los plazos que se establecen para ser aprobada por el Congreso y por el Senado dificultarían que se lograse la hazaña de su aprobación en menos de 50 días, que es el plazo aproximado de que se dispone. Pero, por otra parte, aun suponiendo que se superasen los impedimentos señalados, sería inconcebible que la norma más importante de una democracia, después de la Constitución, se reformara a matacaballo, sin dejar tiempo no solo para que cada grupo exponga sus ideas, sino también para discutir la reformas electorales necesarias que vienen reivindicando sobre todo los nuevos partidos emergentes.

En consecuencia, ¿significaría entonces que si no es válida esta solución, estaríamos abocados a las elecciones de manera fatídica? En mi opinión, existen dos posibilidades que podrían lograr que sorteásemos legalmente el chantaje electoral. La primera ya la expuse aquí el pasado 1 de agosto y consistiría en la dimisión patriótica de Rajoy a causa de dos derrotas en su deseada investidura, con el fin de dejar su puesto a otro político del PP, como ocurrió en el caso de la dimisión de Suárez y su sustitución por Calvo-Sotelo.

Y la segunda a la que me he referido, sin que pueda profundizar en sus detalles, consistiría en la reforma del artículo 85.3 del Reglamento del Congreso de los Diputados, que dice: «Las votaciones para la investidura del presidente del Gobierno, la moción de censura y la cuestión de confianza, serán en todo caso públicas por llamamiento». En efecto, la reforma que defiendo consistiría en añadir el siguiente párrafo: «No obstante, cuando se haya producido al menos una investidura fallida, según el procedimiento señalado, y siempre que lo soliciten dos grupos parlamentarios o una quinta parte de los diputados, la votación será secreta».

Propuesta que requiere una explicación, por somera que sea. Como acabamos de comprobar, el resultado de las dos votaciones que se han desarrollado el 31 de agosto y el 2 de septiembre ha sido idéntico: 170 a favor de Rajoy y 180 en contra. Es decir, no se ha movido, entre una y otra votación, ni siquiera un cabello. Lo cual tiene una justificación si pensamos que la redacción del artículo citado 85.2 se hizo para que los diputados no tuviesen ningún tipo de autonomía –o rebeldía– en lo que respecta a la elección de los candidatos a presidente del Gobierno.

Uno de nuestros más prestigiosos analistas políticos, Juan-José López-Burniol, ha escrito precisamente lo siguiente: «La causa del bloqueo actual de la política española se halla en el defectuoso funcionamiento de los partidos políticos, en manos de cúpulas mayoritariamente integradas por políticos profesionales de hoja perenne, que solo se renuevan por cooptación, recayendo muchas veces la elección entre los más grises y mediocres. De este modo, acceden a puestos de responsabilidad y, en algún caso, a la Presidencia del Gobierno».

En consecuencia, a ningún diputado que desee mantener su escaño se le ocurriría abstenerse –y, por supuesto, votar en contra– de lo que haya establecido la cúpula de su partido. Ahora bien, si en la segunda votación que acabamos de presenciar hubiese habido la posibilidad de utilizar el voto secreto, hoy casi seguro que tendríamos ya presidente del Gobierno, porque cuando no se pueden tomar represalias a los que contradicen a las cúpulas de los partidos, todo el mundo puede ser un rebelde.

No es extraño, por tanto, que en algunos países, como Alemania, la elección del canciller o del presidente del Gobierno sea siempre a través del voto secreto (el artículo 63 de la Ley Fundamental de Bonn y el artículo 4 del Reglamento del Bundestag así lo establecen). La ventaja de esta propuesta es que, a diferencia de la anterior, que exigía la reforma de una ley orgánica en un momento en que el presidente del Gobierno está en funciones y no puede refrendar las eventuales leyes que difícilmente pudiese haber, es que en el caso del Reglamento de las Cámaras no se exige la sanción real y, por consiguiente, el refrendo del presidente del Gobierno.

Ciertamente, como señala el artículo 72.1 CE, las Cámaras establecen sus propios Reglamentos. Pero hay más, porque los Reglamentos parlamentarios son aprobados automáticamente por la Cámara a que se refieren, sin intervención del Ejecutivo. Semejante circunstancia facilita también la rapidez de su reforma, pues aunque la Disposición Final Segunda del Reglamento del Congreso se remite al procedimiento previsto para las proposiciones de ley, presenta algunas especialidades.

En consecuencia de todo lo expuesto, como afirma el citado López-Burniol: «No son descartables, por tanto, unas terceras elecciones con todo lo que ello comportaría de parálisis política, parón administrativo, desconfianza internacional y desaliento colectivo. En un momento, además, en el que España tiene planteados muy graves problemas: la estructura territorial del Estado, una deuda desbocada y un paro insoportable. Pocas veces tan pocos han hecho tanto daño a tantos. La conclusión es obvia: las cúpulas de los partidos nos tienen secuestrados. Hacen y deshacen sin contar con nosotros. Solo piensan en ellos. No sé cómo terminará este lamentable episodio. Solo sé que perderemos todos».

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.