Condenada Cassandra

EL MUNDO 31/03/17
JORGE BUSTOS

LO PRIMERO que me sorprendió de la entrevista que ayer le hizo Ferreras a Cassandra Vera, la tuitera condenada a un año de prisión por la Audiencia, fue el timbre de su voz. Confieso que esperaba algo más melódico, o menos pedregoso, pero en todo caso no se me ocurriría bromear al respecto de la condición trans de la entrevistada, porque yo soy un hombre de mi tiempo. Lo segundo que me sorprendió es que ella no recordara haber escrito tuits como los que se reproducían a la derecha de la pantalla durante la entrevista:

–Esperemos que Cristina Cifuentes muera antes de las doce, será un puntazo que muera en el aniversario del pioletazo a otra rata.

Cuando uno logra cuajar un aforismo tan redondo, suele acordarse. Pero también es verdad que la condenada acumula tantos frutos de su versátil y caudaloso ingenio que no ha de ser fácil responsabilizarse de cada uno. «Qué pena que en el tapón de los San Fermines (sic) no haya muerto nadie». Es otra delicada pieza de su orfebrería mental.

Lo tercero que me sorprendió es que el debate derivó pronto de la defensa de la libertad de expresión, que ampara el humor más negro –debate que no existía porque todos allí estábamos de acuerdo–, a la justificación de la violencia como partera de la historia, como agente democrático. Esa idea tan arraigada en el alma del buen rojo español de que ETA es buena cuando asesina a Carrero y deja de serlo cuando vuela un Hipercor. Idea incompatible con cualquier concepción no bolivariana del derecho. Puesto que yo soy un hombre de mi tiempo, me limité a señalar que la pena de cárcel me parecía un disparate, como me lo parecía prohibir la circulación del autobús de Hazte Oír, porque la tolerancia se ejerce precisamente con aquellos mensajes que nos disgustan. Yo jamás diría en público que si las niñas del autobús tienen vulva, la barítona Cassandra en su lugar tiene Twitter, por mucho que me cubrieran los elásticos límites del humor, porque yo soy un hombre de mi tiempo, que es un tiempo muy poco partidario de gastar las bromas ideológicamente equivocadas.

De Aristófanes a Rabelais, de Kundera a Eco, muchos genios han postulado brillantemente la ironía como ampliación de la libertad y disolvente del despotismo. En sus mejores logros, la sátira siempre obra efectos civilizadores. Ocurre que resulta difícil inscribir a Cassandra Vera en tan noble tradición. Del triste albañal de odio que tiene por cabeza está por nacer todavía alguna creación inspiradora, siquiera divertida, simplemente reseñable. En un país de moralistas ceñudos cualquier provocador estándar puede acceder al martirologio de la libertad de expresión –ahí están Rafael Merino o Quico Homs–, pero nunca como con esta muchacha se puso tan barato el linaje de Galileo. Ha abierto Vera una cuenta de PayPal para donaciones: los bienintencionados no podrán decir luego que no estaban advertidos por el ejemplo reciente de otro psicópata. Si Vera trafica con el humor, Paco Sanz lo hacía con la compasión.

En el mito griego, Casandra fue una sacerdotisa condenada al don de la profecía desestimada: nadie creía sus desgracias. En la mitología tuitera actual, Cassandra parecerá también una visionaria incomprendida; no lo es, pero basta la condena de convivir cada día con su propio rencor. Me alegraré si es indultada, porque será el momento en que el Estado pruebe su superioridad moral sobre el hater común.