Santos Juliá-El País

La quiebra de la convivencia política solo podrá entrar en vías de solución cuando renuncien a la vía unilateral

Primero fue la guerra y luego vino el conflicto: los asesinatos de ETA fueron considerados en la década de 1970 como manifestación de un estado de guerra que algún día, cuando ambos combatientes reconocieran la razón del otro, habría de terminar sin vencedores ni vencidos. Luego, con el paso del tiempo más que por voluntad de los ejecutores, los asesinados por ETA pasaron a ser las “víctimas del conflicto”. Se pretendía entonces legitimar, más que el uso, la fatalidad de la armas; cada disparo en la nuca, resultado de un conflicto ancestral, cuya solución exigía diálogo y negociación entre las partes.

Muy significativo de este cambio fue el manifiesto Por una salida negociada del conflicto vasco, en el que 145 intelectuales, artistas, magistrados, periodistas solicitaban al Gobierno apostar en marzo de 1998 por la vía del diálogo y la negociación sin condiciones, a la par que pedían a ETA el “cese en su actividad armada para facilitar este proceso”.

En la nota recién publicada por la Generalitat de Cataluña, sin fecha y bajo el título de Comunicat conjunt dels Govern [sic] català i espanyol para dar cuenta de la reunión entre los presidentes Sánchez y Torra, “se señala lo siguiente: Coinciden en la existencia de un conflicto sobre el futuro de Cataluña”. Dejando aparte la deplorable sintaxis del comunicado conjunto, lo más original del documento es la reaparición de “conflicto” en el lenguaje oficial. Original porque el ahora llamado conflicto se identificó, mientras fue procés, como choque de trenes, insurrección, rebelión y hasta revolución, conceptos muy habituales entre intelectuales y políticos nacionalistas; o como farol, pantomima, conjunto de errores, actuaciones criticables, declaraciones simbólicas, como es habitual entre quienes pretenden trivializar todo el proceso convirtiéndolo en una fiesta familiar.

Como ocurrió en el caso vasco, al identificar ahora lo ocurrido como “conflicto sobre el futuro de Cataluña”, lo que plantea el comunicado es la necesidad de una negociación que exige la apertura de espacios de diálogo. Naturalmente, dialogar y negociar solo tiene sentido cuando las dos partes en conflicto reconocen la responsabilidad de cada una en su origen y desarrollo y atisban una solución en el futuro por encima o al margen de la ley común que a todos obliga. Y abrir espacios de diálogo solo puede significar que en el ordenamiento jurídico del Estado no existen o están obturados. Hay que crear, pues, nuevos espacios para iniciar la negociación que abra la vía a una solución: tal parece ser la sustancia de la “cumbre” entre los presidentes de los Gobiernos español y catalán cuando definen los hechos como un conflicto sobre el futuro de Cataluña.

El problema de esta definición consiste en que la ruptura realmente provocada, en septiembre y octubre de 2017, por la Generalitat con el Estado del que ella es parte no se refiere solo al futuro, sino también, o sobre todo, al pasado y al presente, y no se limita a acciones de gobierno ni a la política en general, sino que afecta a todo el ordenamiento jurídico del Estado español y atraviesa al conjunto de la sociedad catalana. Con eso, los estragos provocados no se reducen a cuestiones de las que puedan ocuparse únicamente dos presidentes y sus ministros: fue una reiterada vulneración de la Constitución y del Estatut lo que ocurrió cada vez que el Parlament aprobaba y el Govern ejecutaba resoluciones y leyes anuladas por el Tribunal Constitucional. Y fue algo más, y diferente, que un conflicto lo que “els representants del poble de Catalunya” (en realidad, los diputados que representaban al 47,7% de ese pueblo) provocaron con la firma o el voto de unos papeles declarando unilateralmente la independencia.

¿Conflicto sobre el futuro? También existió en Euskadi, un conflicto que desapareció el día siguiente de la renuncia a las armas por ETA. No es lo mismo, claro, pero sí es seguro que la quiebra de la convivencia política en el interior de la sociedad catalana, con la ruptura de los vínculos institucionales entre el Gobierno de Cataluña y el conjunto de instituciones del Estado, solo podrá entrar en vías de solución cuando los secesionistas renuncien a la vía unilateral y retornen al camino del que nunca debieron haber salido, el de alcanzar su independencia cuando por fin consigan convertir a toda Cataluña en un sol poble en el marco de una sola nación.