Caizka Fernández Soldevilla-El Correo

Estas teorías no solo florecen en el ámbito de terrorismo. Que una parte de la ciudadanía desprecie explicaciones científicas para decantarse por otras fantasiosas es preocupante

En 1908 el escritor británico Gilbert K. Chesterton publicó su novela ‘El hombre que fue jueves’. El argumento gira en torno a Gabriel Syme, un poeta reclutado por el anónimo responsable de una sección especial de Scotland Yard para infiltrarse en un grupo terrorista que planea destruir la civilización. El protagonista consigue que la célula local le designe como uno de los siete miembros del Consejo Anarquista Central. Ahora bien, tras una serie de peripecias, Syme (Jueves) va descubriendo que cinco de los otros seis líderes del Consejo también son agentes encubiertos. Solo parece haber un auténtico terrorista entre ellos. ¿De verdad lo es? Tampoco. Al final, los seis topos descubren que el líder supremo de la conspiración, Domingo, es el mismo cargo de Scotland Yard que previamente les había contratado.

‘El hombre que fue jueves’ es una obra de ficción, pero los conspiranoicos elaboran tramas similares en sus narraciones. En ellas niegan o relativizan la existencia de las bandas terroristas, reinterpretando sus atentados como producto de fuerzas misteriosas, que maquinan en las sombras. Se trata de un fenómeno universal. Por ejemplo, en las décadas de los setenta y ochenta sectores progresistas italianos afirmaron que las Brigadas Rojas estaban dirigidas por poderes ocultos. Como recuerda Juan Avilés en el libro ‘Después del 68: la deriva terrorista en Occidente’, la de «los años de plomo es una página oscura que se preferiría expulsar de la historia de la izquierda». Y algunos siguen intentando expulsarla. No obstante, el hecho es que 159 personas fueron asesinadas en Italia por terroristas «revolucionarios»ç. Otras 228, por los de ultraderecha.

Este tipo de relato también hizo fortuna en España. Durante la Transición la teoría de la conspiración en torno a las Brigadas Rojas se reprodujo aquí con el FRAP, los GRAPO y otras organizaciones terroristas, no pocas de cuyas acciones fueron tachadas de provocación policial. No era cierto: la violencia de extrema izquierda causó más de un centenar de víctimas mortales, que, como todas, tienen derecho a la verdad.

La primera fue del DRIL, un grupo hispanoluso que pretendía derrocar a Franco y a Salazar, pero cuyos únicos ‘logros’ fueron dos asesinatos: el de la niña Begoña Urroz en un atentado en la estación de Amara de San Sebastián (junio de 1960) y el del tercer piloto João José do Nascimento Costa durante el asalto al trasatlántico Santa María (enero de 1961). Las dos dictaduras ibéricas achacaron estas acciones a los partidos comunistas, para estigmatizarlos. A modo de defensa, el PCE acusó a los integrantes del DRIL de ser agentes franquistas que incitaban a la represión. En otras versiones, incluso se les vinculaba a la CIA. Siguiendo su estela, ciertos propagandistas abertzales han retomado la teoría de la conspiración. Mientras tanto, contra toda evidencia, todavía hay quien mantiene que ETA puso la bomba de Amara. Ninguna de estas hipótesis se sostiene. Una investigación impulsada por el Centro Memorial ha corroborado que los crímenes del DRIL fueron responsabilidad del DRIL.

La larga trayectoria terrorista de ETA ha servido de terreno abonado para los conspiranoicos. En diciembre de 1973 la banda asesinó al almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno franquista. La cercanía del lugar del crimen a la Embajada de Estados Unidos fue aprovechada por los fabuladores para intentar implicar a la CIA o a una facción de la dictadura. Mientras unos creían ver connivencias de ETA con EE UU, otros, el sector ‘eladio’ del PNV, acusaban al grupo de ser un instrumento de la URSS. Irónicamente, en esto coincidían con algunos altos cargos del régimen, que siempre habían sospechado que detrás de sus atentados estaba la mano del PCE. Falso.

La propia ETA y su entorno han creado teorías de la conspiración. Una, la más conocida, que las FCSE introducían drogas en Euskadi para acabar con la supuesta «combatividad» de la juventud vasca. Aquí los terroristas reciclaban una leyenda urbana que, con variantes regionales, ya se había extendido por toda Europa. El mito ha sido derribado por trabajos como ‘¿Nos matan con heroína?’ de Juan Carlos Usó y la tesis doctoral que el historiador Pablo Varela está a punto de presentar en la UPV/EHU.

También se han urdido relatos morbosamente falsos acerca de la masacre yihadista del 11M en Madrid. Se llegó a presentar como un atentado de falsa bandera en el que estaban envueltos ETA, servicios secretos extranjeros e incluso partidos políticos. Pese a la claridad de las sentencias judiciales y a estudios como el de Fernando Reinares, aún hay quien se resiste a creer que no hubo un complot.

El terrorismo no es el único ámbito en el que florecen las teorías de la conspiración. Hay defensores de que las vacunas son venenosas, de que la Tierra es plana, de que está dominada por los reptilianos o de que nuestra civilización fue creada por alienígenas (los ‘antiguos astronautas’). Parafraseando a Tácito, inventan mentiras y a la vez se las creen. Que una parte de la ciudadanía desprecie explicaciones científicas para decantarse por otras fantasiosas es preocupante. No solo porque algunos jueguen con su salud, sino porque todos ellos ponen en riesgo el elemento que más nos ha hecho avanzar como Humanidad: el conocimiento.