Contra Lincoln

EL MUNDO 30/01/17
CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO

Están sentados a la misma mesa de la Martin’s Tavern donde, una noche de verano de 1953, JFK propuso a Jackie que se casara con él. Los dos tienen el pelo blanco, ojos azules y quizá vayan vestidos de Ralph Lauren. Hablan en voz baja. «Cómo pudimos aceptar que se presentase por el Partido Republicano. Qué error. Su toma de posesión augura lo peor. ¿Y escuchaste ayer a Kellyanne Conway? ¡Hechos alternativos, dijo, sin inmutarse!». Del techo cuelga una antigua lámpara de colores, con dos banderitas americanas anudadas. El viento golpea los cristales con el eco de un tiempo optimista: Ich bin ein Berliner.

Washington fue diseñada para ser la capital del mundo. Ha sido testigo de movilizaciones históricas, I have a dream, y víctima de golpes atroces, un avión empotrado en el Pentágono. Pero todavía no ha digerido la victoria de Trump. Todas las conversaciones acaban en puntos suspensivos. Aprensivos. El astuto John Negroponte. El buen gobernador Tom Ridge. Los cerebros del Heritage Foundation, el único think tank que apostó por Trump. El jefe de campaña de Jeb Bush, un chico brillante de origen gallego. Altos cargos de las últimas cinco Administraciones. Diplomáticos. Economistas. Expertos en Rusia, China, Siria e Irán… El establishment americano hierve en cálculos y conjeturas. Sólo hay una certeza: Trump es un punto de inflexión. El inicio de un tiempo nuevo. Convulso. Para muchos, sombrío.

Todas las conversaciones empiezan en el diván. ¿Ególatra, genio maligno o depurativo, mesiánico, impostor? Un viejo posibilista lo compara con Reagan y de inmediato se desmiente: «Claro que Reagan había sido ocho años gobernador de California cuando llegó a la Casa Blanca. Era un tipo encantador, de un optimismo luminoso y expansivo. Asesorarle era un placer; te lo digo yo. Trump es un showman, un gambler, y en el trato personal, un matón». Otros invocan el populismo europeo como precedente y atenuante: «Es Berlusconi en versión americana». Citan la vulgaridad, la venalidad y las velinas, pero no la xenofobia ni el proteccionismo ni los devaneos prorrusos. Los terceros van más allá. Intentan distinguir –y nos piden a los europeos que distingamos– entre el Trump tuitero y el Trump presidente. Es decir, que aceptemos la realidad de una Administración bipolar.

Esta disociación político-cognitiva ha convertido al secretario de Defensa, James Mattis, en el hombre providencial. Perro-loco es la garantía de cordura. El general-bombero. Todo Washington lo elogia. «Es un hombre sensato, favorable a la OTAN y tiene 10.000 libros en su biblioteca». También los tenía Colin Powell. Y Condoleezza Rice tocaba el piano. El círculo íntimo del presidente siempre es un desafío a la razón. Y más cuando la intimidad es un lazo de sangre. En la Casa Blanca manda el yerno. Habla un republicano constructivo: «Mattis es contrario a la tortura. Se lo advirtió a Trump cuando lo nombró y Trump ya no menciona el tema. Tampoco construirá el muro. Vendrá el presidente mexicano, se harán la foto y business as usual». Al tercer día, Trump habló y el republicano constructivo se calló. Washington es hoy una montaña rusa. Y no va con segundas. Diluvia en Georgetown, epicentro de la élite. Un referente bipartidista ironiza: «Los americanos estamos preparados para un rey. América c’est moi».

La conversación retrocede hacia los motivos de la victoria de Trump. La coincidencia genera una frágil sensación de confort. Trump ha pinchado el globo de la hipocresía. Ha hecho leña de la lengua de madera de los políticos. Ha destapado la corrupción del mainstream. «¿Por qué crees que Hillary ha cerrado el Clinton Global Initiative? Exacto: se acabó la fiesta». Pero Trump es un péndulo. Ha sustituido la cínica ultracorrección política de la izquierda por un culto ultra a la incorrección. Lo explica un vicepresidente del Banco Mundial: «Ilusos. Creen que Trump va a cambiar. Seguirá dirigiéndose sólo a sus votantes. A la América profunda que ha movilizado con un mensaje explosivo: tenéis razón». Razón de sentir ansiedad económica. De sentir miedo a la globalización. De sentir rechazo a los inmigrantes, a los musulmanes y a los homosexuales. Razón de sentiros víctimas. Trump ha legitimado lo más sensacionalista de la gente. Percepciones casi siempre exageradas, muchas veces infundadas y, en algunos casos, moralmente deplorables. La desigualdad económica no es un hecho alternativo. Tampoco los fracasos de Obama: su debilidad ante Putin, sus vacilaciones en Siria, su incapacidad para llamar al terrorismo islámico por su nombre. Pero la visión de una América ravaged, devastada, no se corresponde con la realidad. Es la ficción de un salvapatrias.

Negroponte se ajusta las gafas y achina los ojos ante la transcripción del discurso inaugural de Trump en The New York Times. Detiene el dedo sobre una palabra y levanta la mirada: «Proteger».

America First es un lema desafortunado, desde luego. Así se hacían llamar los americanos pro-fascistas en los años 30. ¿Lo sabían Trump y el alt-right Bannon? Qué más da. Los eslóganes los cargan las políticas. Y las de Trump no necesitan un sórdido anclaje en la Historia para imponer un vuelco a la Historia. Nuestro mundo de ayer se construyó contra el nacionalismo y el populismo. Lo levantaron los americanos y los británicos sobre las playas muertas de Normandía. Sus dos pilares son la Europa unida y la Alianza Atlántica. Ambas han sufrido una grave erosión –sí, por culpa de la lánguida indecisión europea– y han de ser drásticamente reformadas. Pero juntas siguen sirviendo, más que nada y nadie, a la libertad y a la civilización. No hay paz en el nacionalismo. Ya lo advirtió Mitterrand: Le nationalisme c’est la guerre! No hay prosperidad en los aranceles, digan lo que digan los liberales trumpistas, oxímoron. No hay seguridad en la liquidación de la OTAN. La foto de Trump y May en Washington alumbra un callejón sin salida. Esta es la brutal paradoja de este tiempo de inflexión: Estados Unidos e Inglaterra son hoy los que lideran el desafío al orden liberal mundial. Y Alemania la que lo defiende.

La conversación se detiene en Europa. Primero llegan los reproches, sólidos: la insoportable burocracia bruselense, el multilateralismo irresponsable, el maseuropeísmo vacío. «Ni el Brexit ni Le Pen ni Alternativa para Alemania son culpa de Trump». Por supuesto. Pero Trump celebra el Brexit, acoge a Farage, justifica la xenofobia, promueve las fronteras y desprecia el proyecto europeo. Es el máximo referente del oscuro nuevo mundo anunciado en Coblenza. «¡Pero Le Pen no pudo pasar del lobby!» Faltaba más. Cuando el presidente de Estados Unidos sugiere que la destrucción de Europa no tendrá coste, hay mucha gente, de Lille a Pécs, que se lo cree. El asesor de Trump hace una pausa inquietante: «…Pues sí. Pero es que, por primera vez desde Truman, no hay en Washington un consenso sobre Europa». De repente, el velo se levanta y asoma la nueva realidad occidental. Al antiamericanismo de tantos europeos ingratos se suma ahora, del otro lado del Atlántico, un antieuropeísmo letal.

El Newseum, el museo de las noticias, ocupa un elegante edificio de cristal, a unos pasos del Capitolio. Las mejores portadas desde Gutenberg, memorabilia mediática variada, un trozo del Muro de Berlín, otro de las Torres Gemelas… Sus siete plantas recorren la historia del periodismo y de la libertad. En la entrada, una pantalla gigante proyecta la primera rueda de prensa de la era Trump. Cinco personas la observan en silencio. La confrontación entre el cuarto poder y el primer poder nunca había sido tan absoluta. Ontológica. Literalmente espectacular. «La prensa americana, tan pija, tan progre, no entiende lo que piensa la gente». Es probable. Pero entender no obliga a apoyar. A veces la élite es sinónimo de civilización.

La conversación avanza rápida y densa. Habla un analista favorable a Trump: «Los americanos hemos perdido nuestro sentido de pertenencia nacional y nuestra cohesión social. En parte es culpa de la globalización. Pero sobre todo es consecuencia de la política de segmentación identitaria apadrinada por la izquierda desde finales de los 60». Absolutamente cierto. Basta leer Edge People, de Tony Judt. O echar un vistazo a la oferta académica de cualquier universidad americana. African-American Studies; Native-American Studies; Gay and Lesbian Studies; Islamic Studies; Race and Ethnicity Studies; Sociology of Sexuality Studies; African American Queer Theory; Comparative Minority Politics… Nuestro zeitgeist es la fragmentación en compartimentos cada vez más pequeños, autorreferenciales y estancos. Se ha fragmentado el conocimiento. Se ha fragmentado el periódico, antigua ágora convertida en millones de speakers’ corners. Y se ha fragmentado la ciudadanía. La identidad se ha convertido en una nueva religión, con sus dogmas, sus inquisidores y sus autos de fe. Tienen razón los mejores intérpretes de Trump: hay que recuperar un sentido común de ciudadanía. Lástima que Trump no promueva eso sino lo contrario: una reacción identitaria al identitarismo disolvente. La patria que invoca no es una nación cívica sino étnica. Blanca. Homogénea. Nostálgica. Artificial. Una sinécdoque xenófoba. La nacionalidad y la religión no determinan las intenciones de una persona, como pretende el decreto para impedir la llegada de terroristas extranjeros. La retórica del muro, por lo demás, está basada en la posverdad: datos del Pew Research demuestran que más mexicanos se han marchado de Estados Unidos entre 2009 y 2014 de los que han entrado.

Un ruso, experto en Derecho Internacional, interrumpe la conversación. «¿Sabéis que Putin quiere aprobar una ley de identidad?». Imágenes de soldados rusos en Ucrania sobrevuelan la mesa. «¿Y cuántos prorrusos hay en Estonia?». El retorno de la identidad constituye el mayor desafío político y cultural de nuestro tiempo. Y no se combate con pancartas de una chica con la bandera americana como hiyab. La marcha feminista anti-Trump fue una catarsis colectivista, no el inicio de una verdadera oposición ciudadana. Daniel Fried, un sabio sonriente, lo resume bien: «Tenemos que articular y hacer compatible con la globalización un concepto de nación moderno, cívico, integrador del pluralismo e inequívocamente comprometido con el exterior». Es una tarea intelectual y política para una generación. Y para mucho más que un país. El viejo atlantismo agoniza junto al TTIP, pero un nuevo atlantismo está a la espera de liderazgo y contenido. Nunca, desde 1945, había sido más necesaria la alianza del espacio transatlántico de la razón. Nunca tan recomendable releer a Raymond Aron.

«Oye, ¿tú qué opinas? ¿Trump va a republicanizarse o el Partido Republicano se va trumpizar?» Un sector de la derecha europea ha reaccionado a la victoria de Trump con un maniqueísmo infantil: si no estás con Trump, estás con Obama, Michael Moore y la chica del hiyab. La mayoría del Partido Republicano está en otro lado. Algunos intentan colocarse bajo la consigna de que personnel is policy: «Tenemos que ejercer sobre esta Administración la máxima y más benigna influencia». Otros cruzan los dedos para que no cumpla sus promesas. Los terceros confían en la implosión del fenómeno DT y esbozan una necesaria reflexión sobre el día después.

Los republicanos acumulan mucho más poder que los demócratas, pero sufren la misma crisis ideológica. En noviembre hay elecciones a gobernadores en dos estados (Virginia y Nueva Jersey) y en 2018, en otros 36. Los candidatos republicanos deberán decidir qué páginas del libro de Trump hacen suyas. Las bajadas de impuestos, sin duda. Pero, ¿y el proteccionismo? ¿Y el aumento de la deuda? ¿Y la retórica xenófoba? «Trump es un candidato único en unas circunstancias únicas». Sí, pero es inevitable que los equipos de campaña tengan en cuenta el éxito de su fórmula –y de sus formas– entre las bases republicanas. Habla un gobernador: «Empiezan dos años críticos. Make or break. Si Trump no se republicaniza y nosotros nos trumpizamos, habría hueco para un tercer partido». La derecha y la izquierda necesitan una urgente redefinición a ambos lados del Atlántico.

Con Trump en la Casa Blanca y las chicas de vuelta en el trabajo, Lincoln se ha quedado solo. Desde su atalaya observa los parques vacíos y las curvas de la Historia. Después de la guerra civil y la abolición de la esclavitud, el presidente republicano encabezó la llamada Reconstrucción de los estados del sur. Fue un proceso dirigido desde arriba, elitista, y la mayoría blanca lo rechazó. A partir de ese momento y hasta el Movimiento por los derechos civiles, el sur fue Demócrata. Hay una anécdota conocida, quizá apócrifa. Cuando el demócrata Lyndon B. Johnson firmó el Civil Rights Act, en 1964, le dijo a un asesor: «Hemos perdido el Sur por una generación». Nixon apretó con el Southern Strategy: la agitación del racismo para recuperar voto republicano. La retórica de Trump no es, por tanto, nueva. Pero sí constituye una involución. Trump es el anti-Lincoln. Su nacionalismo identitario deconstruye la Reconstrucción. Impugna la mejor herencia republicana. Agrieta aún más la unión.

A unos pasos del Martin’s Tavern está el Café Milano. Es desde hace años el escaparate favorito de políticos, diplomáticos y periodistas, el paraíso de los insiders. El maître recibe a los clientes por su nombre y les acompaña a sus mesas. «Estamos encantados. Ya han venido por aquí muchos de los nuevos, incluido Tillerson. Dos veces. Al principio se nos hizo raro, claro, porque son todos desconocidos. No son políticos. Pero, en cambio, hay algo fantástico y es que son billonarios». Washington resiste. Y se adapta.