El Correo- JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA

Los episodios de convulsión soberanista que intermitentemente sufre el nacionalismo se curarían con una serena mirada al pasado, al presente y al futuro

Los soberanistas catalanes, pese al clima de excitación independentista en que viven, han querido dejar pasar, sin siquiera mencionarlo, el primer aniversario de los graves actos que promovieron en el Parlament los días 6 y 7 del pasado septiembre. La memoria, selectiva, sepulta en el olvido lo que le resulta incómodo o vergonzoso. Tampoco en Euskadi, tan propensa a los festejos y conmemoraciones, parecen tener intención sus promotores de conmemorar el vigésimo aniversario, que tendrá lugar la semana entrante, del malhadado Pacto de Lizarra que tan infaustas consecuencias le acarreó a alguno de ellos.

No es, sin embargo, por sadismo por lo que aquí se evocan estos hechos. Es, más bien, porque la reincidencia de los mismos actores en eventos actuales que con aquellos de hace veinte años guardan alguna semejanza invita a ponerlos en su justa relación. Tanto en aquel septiembre de 1998 como en este de 2018 se han producido episodios de una ‘convulsión soberanista’ que afecta con periódica intermitencia al nacionalismo institucional vasco y que, por ello mismo, merece la pena analizarlo. El detonante puede tener distinto carácter en cada uno de los casos. Así, si en 1998 fue, aunque con él se mezclaran factores menos nobles, la búsqueda del fin del terrorismo de ETA, en 2018 está siendo la repercusión del ‘procés’ catalán y la presión que se ha propuesto ejercer la izquierda abertzale sobre el nacionalismo institucional. Pero el efecto de la convulsión es el mismo y siempre va acompañado del cierre de filas entre las dos corrientes del nacionalismo: la institucional y la rupturista.

Si uno trata de indagar en la causa del fenómeno, acaba siempre llegando a la misma conclusión: bajo el nacionalismo institucional, discurre una corriente freática de soberanismo que, aunque imperceptible en la práctica política del día a día, se filtra a la superficie y forma encharcamientos pantanosos, cada vez que una circunstancia externa abre una grieta en el terreno. Fue, por ejemplo, en 1990, cuando, con ocasión de los nuevos Estados surgidos de la antigua Yugoslavia, el PNV, junto con EA y EE, proclama en el Parlamento el derecho de Euskadi a la autodeterminación, creando la consiguiente crisis en el Gobierno de coalición que mantenía con los socialistas. Fue de nuevo en 1998, cuando, «por la paz», promueve el citado Pacto de Lizarra y, tras su fracaso, continúa insistiendo en sus principios a todo lo largo de las legislaturas del lehendakari Ibarretxe, produciendo una profunda fractura en el país. Y es ahora, en 2018, cuando, por emulación del ‘procés’ de Cataluña y bajo la presión de la izquierda abertzale, une fuerzas con ésta para proponer una reforma del Estatuto que amenaza con causar los mismos efectos de crisis y fractura.

A propósito de este último episodio, Iñigo Urkullu dijo el otro día que, aunque como afiliado estaba de acuerdo con la propuesta de su partido, en su condición de lehendakari trataría de reconducirla a otra más transversal. La salvedad que se sintió obligado a hacer «como afiliado», en mi opinión, muy poco creíble, evidencia lo difícil que es para un jelkide, por cualificado que sea, sustraerse a la citada corriente freática por temor a quedarse él mismo sin sustento doctrinal y ser tachado por los demás de traidor o, con mayor sutileza, de ‘tibio autonomista’. Esa amenaza, que siempre pende sobre la cabeza de cada afiliado, es lo que da fuerza a los doctrinarios para imponer sus dogmas sin contradicción interna, tal y como ocurre ahora con la actualización del autogobierno.

Si se quisiera desecar esa corriente subterránea, habría que echar una mirada sincera al pasado, al presente y al futuro. Al pasado, para reconocer cuánto de mito y ficción hay en la construcción mental que el nacionalismo vasco se ha hecho –como cualquier otro nacionalismo– de su propia nación. Al presente, para asumir el mestizaje identitario que subyace en la actual pluralidad socio-política vasca y actuar en consecuencia. Y al futuro, para entender que el fortalecimiento de la Unión Europea es hoy el fin superior ante el que deben ceder las reivindicaciones particulares de todo nacionalismo, así como que las reivindicaciones que no vienen avaladas por la ley no devienen derecho por el volátil juego de unas opiniones públicas convenientemente agitadas, cuando no interesadamente manipuladas.