Criaturitas

ABC – 05/06/16 – JON JUARISTI

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· El niño se ha convertido en símbolo de víctima. Los padres, en virtuales culpables.

Cuando mi hijo menor tenía 3 años, lo llevamos al zoológico de la Casa de Campo. Se pasó todo el día subiendo y bajando de los cochecitos fijos que había a unos pocos metros de la entrada. No quiso ni oír hablar de moverse de allí para ver los elefantes, las jirafas y los tigres blancos de Siberia. Jamás volvimos a intentarlo. Yo, en cambio, guardo aún memoria amable de la visita que, siendo algo mayor que él, realicé con mis padres al zoo de Madrid. Y de la que pocos años después hice al de Londres. En un autorretrato en verso, con guiños machadianos, escribí: «Mi infancia son recuerdos/de algún parque zoológico». Algún crítico profundo pensó que era una metáfora por Euskadi. No: el parque zoológico es la infancia misma.

Los zoológicos tienen una larga historia. Ya en la Antigüedad, los emperadores romanos poseían grandes colecciones privadas de fieras vivas. Cedían los excedentes al circo, donde los alimentaban con cristianos, como es archisabido. O era, porque ahora muchos piensan que los cristianos se comían a los leones. Quizá después del triste final del gorila Harambe, de Cincinnati, haya que ir pensando en cerrar los zoológicos. No digo acabar con ellos, sino cerrarlos al público, como se están cerrando cuevas con pinturas rupestres o bibliotecas con manuscritos e incunables, pues el turismo de masas representa una amenaza para las especies en tales recintos conservadas, ya sean becerros o cérvidos vivos o pintados. Dentro de poco pasará lo mismo con los museos. Habrá que recurrir a cuevas facsímiles, como en Lascaux, o a pinacotecas en internet.

Lo del niño de 3 años caído al foso del gorila Harambe el pasado 28 de mayo, en el zoo de Cincinnati, ha sido un caso de mala pata (sobre todo para el gorila). El mismo día, unos padres abandonaban a un niño en un bosque plagado de osos. Parece el comienzo de un cuento de los Grimm, pero como no pasaba en Alemania, sino en una isla japonesa, ha terminado como esas historias de octogenarios nipones, antiguos retenes suicidas dejados atrás en la retirada del ejército imperial, que surgen frecuentemente de la jungla filipina ante aterrados turistas, vistiendo desgarrados gayumbos y enarbolando katanas al grito de ¡banzai!

Pues bien, el niño japonés de 7 años Yamato Tanooka, del que sólo hay que ver la foto difundida por su colegio para agradecer al cielo no habértelo encontrado en la guardería ni en el desembarco de Okinawa, ha sobrevivido durante una semana en un hangar militar abandonado en medio de la tupida maleza del bosque de Nanae en Hokaido (maleza que en japonés se llama sasa, casi como en vasco) a base solamente de agua del grifo. Su arrepentido padre asegura que, alejándose con el coche no más de medio kilómetro, fingió dejarlo a merced de los osos para castigarlo por su mal comportamiento, pues Yamato, haciendo honor a su nombre, había pasado el día de asueto en la floresta lapidando senderistas y monjes zen.

Takayuki Tanooka ha pedido perdón a todo el mundo: a su hijo y a su familia, a sus antepasados, al colegio y al Gobierno japonés. Pobre tipo. Si no lo encarcelan y aprovecha la oportunidad para ingresar en la yakuza, vivirá el resto de su vida abrumado por la culpa, reprobado por sus vecinos y tiranizado por Yamato, que no tiene pinta de perdonar ni a su padre. Se ha convertido en un perfecto chivo expiatorio, como la mamá del niño de Cincinnati, Michelle Gregg, cuyo crío, tras salvar un antepecho de un metro de altura, se precipitó al foso del gorila Harambe. Y en una perfecta metáfora política de los tiempos nuevos, de estos tiempos de niños inocentes e intocables hasta los 50 años por lo menos.

ABC – 05/06/16 – JON JUARISTI