GONZALO TORNÉ-EL MUNDO

Aunque el nazismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial, algunos de sus principios totalitarios perduran en las democracias actuales, degradándolas y sustituyendo la discusión crítica por la propaganda.

LAS FICCIONES donde se conjetura con una victoria del nazismo en la Segunda Guerra Mundial y en cómo sería un mundo gobernado por Hitler y sus secuaces han llegado a constituir un subgénero independiente dentro de las distopías, han proliferado tanto que sería casi un milagro estadístico que el lector no se haya tropezado con algún ejemplar: una película, un libro, un tebeo o un videojuego… Mi formato favorito es el telefilm que nos asalta de madrugada; insomnio y victoria nazi: terror garantizado.

El subgénero se ha extendido tanto que la calidad es muy variada, aunque todas estas ficciones desprenden el mismo aire de familia: le procuran al espectador una catarsis confortable. Sabemos que los nazis no ganaron la Guerra y que, al menos hasta fechas muy recientes, sus cachorros parecían confinados en espacios clandestinos desde donde era casi imposible asomar de nuevo la cabeza.

Pero existe una posible variante mucho más terrorífica, aunque no tengo constancia de que se haya desarrollado: la constatación de que el nazismo (o alguna de sus estrategias y principios) sobreviviesen para integrarse de manera natural en el sistema democrático, y cuando digo natural quiero decir inadvertido, o peor todavía: aceptado. Se trataría de una pervivencia utilitaria o parásita, amparada en un principio inapelable que ha acompañado al hombre durante toda su historia: no hay conflicto bélico que termine desdibujando las diferencias previas entre los combatientes, que no provoque cierto intercambio cultural: de palabras, de armas, de costumbres o de estilos. Pasada la marejada de la violencia o el odio, como el otoño se desprende del verano, llega el saqueo.

¿Qué podían aprovechar las sociedades democráticas del nazismo? Si hacemos caso del género distópico apenas nada, pues en estas ficciones los nazis suelen representarse como una suerte de sádicos ignorantes adictos al cuero y a la astrología. Y lo fueran o no tampoco conviene olvidar que el nazismo cuajó y se impuso en un espacio cultural (el de habla alemana) que por esas fechas amparaba la que posiblemente sea la mayor concentración de pensamiento crítico que la humanidad ha conocido. Se puede discutir que la Atenas que va de Pericles al jardín de Epicuro sea más rica en hallazgos, que la eflorescencia plástica del renacimiento italiano siga sin encontrar rival, pero cuando se trata de pensar críticamente la sociedad y la incardinación del hombre en ella las primeras décadas del siglo XX en el «entorno alemán» son imbatibles: Benjamin, Bretch, Jünger, Canetti, Musil, Broch, Loos…

Vaya por delante que el pensamiento crítico puede ser agresivo, no persigue una edulcoración del mundo, no es bienpensante ni trata a sus lectores como a bobos escondiendo las pulsiones competitivas del ser humano. Las célebres tesis de Benjamin sobre la crítica literaria se abren hablando abiertamente de «combate», de «tomar partido», de apropiarse del «presente» y de «destruir»… Y si bien Canetti escribió que la ambición artística era superior a la megalomanía del poder, porque sus batallas se libran sin enviar a la muerte a nadie, no es menos cierto que planteó el esfuerzo intelectual como una competición para apropiarse de la posteridad y sus lectores.

Si la democracia se caracteriza por la abertura de espacios de debate donde las ideas se discuten públicamente (además de por la agradabilísima posibilidad de enviar cada cuatro años a nuestros gobernantes a los bancos de la oposición, donde serán devorados hasta las raspas por los propios aspirantes de su partido) la nobleza del pensamiento crítico se concentra no tanto en negar la eventual ferocidad de estas disputas, sino en articular una «moral» (por emplear la palabra de Benjamin) de cómo deben circular estas ideas; un juego limpio que él mismo resume así: «Acuñar consignas sin traicionar las ideas».

Benjamin reconoce que la discusión crítica (¿y qué otra cosa es el parlamentarismo y el periodismo de opinión que una subsección del debate crítico?) es una actividad violenta, que se dirime en el presente y que puede acarrear injusticias, pero que debe cuidarse mucho de «malbaratar las ideas» reduciéndolas a consignas: destruyamos las ideas del adversario, sí, hagámoslo incluso con la «ternura con la que un caníbal se guisa a un lactante», pero asegurémonos por respeto a nuestra propia inteligencia que se trata de las ideas de nuestros rivales, de sus auténticas preocupaciones y objetivos. La tensión del pensamiento crítico deriva de esta conveniencia de «cuidar» lo que pretendemos «derrotar».

¿Es este el tono dominante en los espacios de debate periodístico y parlamentario? ¡Ni de Blas! Asistimos con hastío y pasmo a la parodia del pensamiento crítico: «a la traición de las ideas mediante consignas». O si se prefiere, a una deformación tan burda de los planteamientos del rival, reducidos a espantajos sin articulaciones, que terminan por «malbaratar los pensamientos»: victorias de antemano contra adversarios inexistentes. El resultado es una degradación del debate, un cierre del espacio público, el triunfo del siamés corrugado del pensamiento crítico: la propaganda.

Las mejores reflexiones sobre la propaganda se llevaron a cabo en el mismo espacio donde prosperaba el pensamiento crítico, ¿quién la ha pensado como los nazis? Conviene recurrir a Goebbels que era un individuo muy perspicaz y aplicado. Dudo si llamarle inteligente; asocio por experiencia la inteligencia con la bondad (nada me da más apuro que los presuntos escritores malotes cuya experiencia canalla se reduce a fin de cuentas a ir a bares, tomarse unas copas y acariciar pensamientos impuros), pero reconozco que algo de inteligencia se retuerce en esta la actividad opaca, deprimente y utilitaria cuyo objetivo es empobrecer el mundo de las ideas: una inteligencia aplicada contra la inteligencia.

Para no abrumarles resumo algunos de los principios: adoptar una idea única y reducir al adversario a la idea contraria; reunir y reducir a todos los rivales en una sola categoría, sin matices; cargar sobre el partido contrario los propios errores o defectos, respondiendo al ataque con el ataque; si no puedes negar tus errores inventa otros que distraigan a las masas; ampliar cualquier anécdota en una amenaza grave, cuanto más insignificante sea la anécdota, mejor; adapta el nivel de tus ideas al menos inteligente de tus oyentes; cuando vayas a cometer una irregularidad, confía en la capacidad de olvido de tus electores; limita tu programa a un número reducido de ideas, después repítelas incansablemente; si una mentira se repite lo suficiente termina funcionando como una verdad; tergiversa a una velocidad tal que cuando el individuo agredido pretenda responder la masa ya esté interesada en otra cosa: el ritmo de la acusación debe superar siempre la velocidad de las respuestas, confía en ese remanente de insidia; cuando no tengas argumentos para defender tus ideas acógete al silencio, espera que otras noticias ocupen el escenario; apóyate en el sustrato preexistente de la mitología nacional: en el complejo de odios y prejuicios tradicionales; siempre que un argumento pueda despertar respuestas primitivas en las masas, agítalo; convence a los que piensan como tú que piensan «como todo el mundo», convénceles también que pensar «como todo el mundo» es lo correcto…

TODOS ESTOS principios (extractados de las obras de Goebbels) son contrarios al pensamiento crítico (su aplicación plena supondría, de hecho, la destrucción de la crítica), pero no atentan contra la libertad de expresión, no inducen al exterminio personal de nadie, no ponen trabas a la celebración de elecciones: son compatibles con la democracia; su objetivo no es suprimirla, sino esterilizarla, degradarla.

Es propio de la naturaleza humana inventar una aflicción llevadera con la que cubrir el verdadero dolor. Pero los hombres resistimos muy poca realidad, y se me está terminando el espacio, así que prefiero no ahondar en este asunto. Bastaría con preguntarnos si todas estas ficciones sobre cómo sería el mundo si hubiesen ganado los nazis (los sádicos, los del cuero y el saludo romano) no contribuyen a tapar la sospecha del progreso, tan asqueroso como deprimente, de la propaganda en el espacio público de la conversación democrática.

Gonzalo Torné es escritor.