NICOLÁS REDONDO TERREROS-EL MUNDO

Aunque Podemos y el PSOE llegasen a un acuerdo para formar Gobierno, sería un Ejecutivo débil e inestable que seguiría dependiendo del voto de los independentistas de ERC. Ante ese panorama, mejor volver a las urnas.

LOS MÁS DISPARES personajes de la vida política española; izquierdistas radicales y no tan radicales, conservadores más radicales y los que se proclaman centristas están de acuerdo. Personajes distinguidos, que han logrado sobresalir en la vida política española equivocándose continuamente, se manifiestan junto a sablistas políticos, vividores y fementidos comunicadores, buscones de lo público y logreros de lo privado. Partidos independentistas y férreamente centralistas, formaciones políticas que tienen España en la boca desde el desayuno a la cena coinciden, gritando el mismo eslogan, con quienes han hecho de la traición en el Congreso un arte; arte muy rentable para algunas Comunidades Autónomas pero carente de la grandiosidad que requieren las traiciones que pasan a la historia. Todos piden a Sánchez que impida unas nuevas elecciones.

Unos cegados por su fracaso electoral, los otros por un sectarismo extremo; los de allí por cálculo político, los de aquí por no perder una oportunidad que no se volverá a presentar, todos consideran imprescindible que tengamos un gobierno, cualquier gobierno. No pocos piensan y silencian: mejor un gobierno débil al que puedan sablear desde el primer día o al que consigan doblegar ideológicamente. En este patio de Monipodio desde luego se encuentran sorprendidos en su buena fe gentes honradas ideológicamente que creen en la bondad universal de la unidad de las izquierdas.

En este caso, como en otros, lamento no coincidir con esa buena gente y me satisface volver a discrepar con quienes siempre he discrepado cuando la cuestión era de gravedad para el país. Me explicaré detenidamente para no dejar más perplejo al lector que termine de leer este artículo. La incapacidad española para forjar acuerdos, para formar gobiernos con distintos partidos nos muestra un espacio público preñado de sectarismo, que ha sustituido el noble sentimiento patriótico por el fundamentalismo de la sigla. Así transmuta en España lo grande en pequeño, lo general en particular, lo nacional en regional, lo común en interés de grupo, la totalidad en facción; tendencia funesta para los intereses generales de nuestro país que no es la primera vez en nuestra historia que nos atrapa. No habrá ningún país en el que se invoquen tan frecuentemente los acuerdos y se llegue a tan pocos. Los diferentes partidos políticos suelen pedir el apoyo de la oposición cuando lo necesitan para gobernar. Quiero decir que se adueñan del discurso de «los grandes acuerdos» para combatir la soledad en la que se encuentran cuando tienen la responsabilidad de gobierno, pero lo olvidan inmediatamente en el momento que la voluntad popular les sitúa en la oposición. La expresión máxima de estas políticas de consenso, que no combaten la pluralidad, sería un gobierno de coalición, necesario cuando ningún partido tiene apoyos suficientes para gobernar responsablemente o en situaciones de emergencia nacional. Si somos incapaces para firmar acuerdos nacionales manteniendo las partes su personalidad política, poco sentido tiene esperar que los partidos del centro derecha y del centro izquierda tengan la grandeza de hacer gobiernos de coalición, se limitarán a solemnemente «exigir responsabilidad» desde la Moncloa.

El resultado de las últimas elecciones generales me permitió escribir con optimismo: los españoles habían ofrecido diversas combinaciones de gobierno sin que ninguna dependiera de nacionalistas, independentistas o populistas. Se pudo constituir un gobierno sólido, estable y duradero que habría podido enfrentarse con garantías a los retos independentistas, a los cambios europeos, a los conflictos internacionales y a las consecuencias de la revolución tecnológica. El PSOE con el PP o los primeros con Cs habrían quebrado la deriva política de los últimos años, que terminará llevándonos, si no lo remediamos, a una gran crisis política. Eran soluciones viables, razonables para cualquier país que no fuera el nuestro, pero inmediatamente los que pedían hace unos años desde el gobierno responsabilidad se desentendieron del problema y los que carecieron de ella cuando se encontraban en la oposición la esgrimieron amenazante. Poco se reflexionó sobre la conveniencia de un apoyo del PP al gobierno de Sánchez y entre los socialistas no creo que ninguno se tomara en serio esta alternativa, problemática para los posibles socios, pero muy conveniente para España.

La otra opción, la de Ciudadanos, ha dado más que hablar pero con el mismo resultado negativo. El partido de Rivera dejó claro durante la campaña electoral que nunca pactaría con el PSOE y ha sido rudamente coherente con esa premisa. Ha preferido ser coherente con la promesa electoral, aunque esa coherencia reduzca su espacio político, a la competición con los populares, asegurando una larga hegemonía a los socialistas. Dicen que la ira es una de las formas que tienen los dioses para confundir a los humanos, pues a Rivera, cada día más enfadado con todos, parece que ha logrado cegarle. Los que esgrimen que el PSOE nunca le ofreció nada tienen toda la razón, pero es una razón pasiva, autocomplaciente que sólo sirve para engañarse y ante la renuencia de los socialistas, él podría haber ofrecido un acuerdo para un gobierno de coalición, tomando así la iniciativa. Si el PSOE hubiera rechazado esa posibilidad le habrían sacado de la zona de confort, de la centralidad y, desde luego, hoy tendrían un gran discurso nacional, nítido, reformista y no un compendio de exageraciones dirigidas a sobresalir ante el poderío socialista y el afianzamiento de los populares, logrado éste con una política de alianzas que deja a los de Ciudadanos en la encrucijada de la irrelevancia o la deslealtad con sus socios. Han sido coherentes pero se arriesgan a ser la cuarta fuerza, a que el PP se consolide como primer partido de la oposición, a aislarse en el espacio de la derecha, y, sobre todo, se arriesgan a que muchos crean que siendo coherentes traicionaron su razón fundacional.

Algunos lectores estarán pensando que termino el artículo sin referirme al PSOE. ¡No!, vamos con él. Creo que el PSOE todavía tiene muy presente el reciente pasado, tiempo en el que corrió el peligro cierto de ser superado por la novedad de Podemos. En varios artículos he reflexionado admirativamente sobre la forma en la que los socialistas, en los años setenta del siglo pasado, superaron con holgura a un Partido Comunista hegemónico en la izquierda española. Pues bien, todo lo que dije sobre aquellos históricos se puede decir de los actuales dirigentes socialistas. Han conseguido cambiar el rumbo de las cosas en la izquierda y lo que parecía inevitable, desde el exterior venían ejemplos para justificar el temor, se ha evitado. Hoy el PSOE es claramente mayoritario en la izquierda y Podemos ha dejado de ser un peligro, excepto que nos empeñemos en resucitarlo. Pero esa victoria ha condicionado radicalmente la estrategia postelectoral de los socialistas.

ESTOS ÚLTIMOS MESES el PSOE ha utilizado una estrategia con Podemos parecida a la conocida como luz de gas, que puede ser eficaz para evitar el resurgimiento del partido de Iglesias, pero empobrece el debate político español. No han sido capaces de ofrecer claramente, sin dudas, un gobierno de coalición a los populares o a los de Rivera. Están en la centralidad política en parte por demérito de los demás, pero no han conseguido enarbolar un discurso moderado, reformista y nacional; siguen atrapados en el miedo a que resurja el populismo a su costa y en la tendencia clásica a ver a los nacionalismos periféricos como socios preferibles a los partidos nacionales; ejemplo indiscutible de esta relación incomprensible con los nacionalistas, que nos puede llevar al desastre, es lo sucedido en Navarra.

En este contexto sólo queda la posibilidad de elegir entre un gobierno con Podemos, en las diferentes formas que aparecen diariamente, o unas nuevas elecciones generales. Un gobierno con Podemos no daría confianza para enfrentarnos a un futuro económico muy incierto, ni permitiría un compromiso realista con la nueva UE, ni una defensa, sin juglaría literaria, de la soberanía nacional, garante última y definitiva de nuestra condición de ciudadanos. Pero si estos temores no fueran suficientes debemos tener en cuenta que ambos partidos, en maridaje solitario, no tienen respaldo suficiente en el Congreso. El gobierno dependería de la avidez de los nacionalistas y del humor tornadizo de ERC, a la espera de una sentencia que tendrá efectos políticos incalculables en el espacio público español. Siendo así la realidad, y no la que quisiéramos, unas nuevas elecciones, que ponen en evidencia a los políticos españoles, no son, ni mucho menos, la peor opción. Vayamos a las urnas y los españoles, con todos los datos, que decidan y solucionen lo que no han sabido solucionar los políticos.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.